Innegablemente las campañas políticas son ejercicios con una altísima carga de emotividad, empatía e identificación entre candidaturas y ciudadanía. Es parte importante de la dinámica, e incluso en un país como Costa Rica, donde los procesos electorales tradicionalmente se han vivido como verdaderas fiestas democráticas, en paz y libertad, eso no debería de cambiar.

Dicho esto, y sin que implique una contradicción, también hay que estar dispuesto a caer mal. Caer mal no con soberbia, antipatía, autoritarismo y prepotencia (aunque a algunos incluso les funcione). Sino siendo claros y consistentes en ideas, propuestas y acciones.

Lo digo, especialmente por partidos políticos que, en su desesperación por volver a vivir glorias del pasado, no llegan a ser consistentes ni siquiera con su propia historia; delegando a las agencias de publicidad y los gurús de la comunicación política, lo que en su momento decidían connotados militantes partidarios, en congruente rigor con los principios doctrinarios, el estudio y análisis serio y la conexión con las bases del pensamiento y la formación políticas.

En esa desesperación, inevitablemente se incurre en contradicciones y estas solo llevan en una dirección: a generar desconfianza, dado que no queda claro qué y a quién se representa.

El electorado debe tener claro por quién votar y especialmente qué esperar si los resultados electorales llevan a estas candidaturas a la Presidencia de la República, la Asamblea Legislativa o los Gobiernos Locales.

Se trata de ser claros en la oferta y eso implica no solo buscar apoyos, sino también caer mal a algunos sectores. Y eso no es malo, es ser transparente desde el inicio.

¿Somos conservadores o progresistas? ¿Queremos un Estado más grande o uno más pequeño? ¿Prometemos un Estado más eficiente o llegaremos a defender a quienes siempre se han visto beneficiados de privilegios? ¿Cuál es la posición con relación a nuevos impuestos? ¿Cuándo se discutan derechos laborales de qué lado de la discusión nos encontraremos? ¿Tenemos conciencia y responsabilidad ambiental o haremos lo que nos dicten las grandes empresas? ¿Nos parece importante invertir en cultura? ¿Cuáles serán nuestras propuestas en política exterior? ¿Con relación a empréstitos internacionales, cuál será nuestra posición? ¿Legalizamos o no las drogas: todas, algunas o ninguna? ¿Quién financia nuestras campañas y por lo tanto vamos a convertir en intocables? ¿Llevamos gente fresca, capaz y preparada para tomar decisiones o nos limitamos a pagar favores con base en linaje familiar, cacicazgos regionales y tamaño de las contribuciones? ¿Cuáles son las habilidades de negociación y diálogo de nuestras candidaturas? ¿Presentamos al electorado candidaturas desgastadas y cargadas de cuestionamientos éticos y legales? ¿Con qué criterios nuestros representantes en el Congreso elegirán Magistraturas y otros cargos de relevancia? ¿Llevamos un compromiso real con la rendición de cuentas o es solo parte del discurso de campaña? ¿Tenemos una oferta de ideas para presentarle a la ciudadanía no solo con los “qué”, sino también con los “cómo”?

Y obviamente, la lista de preguntas podría continuar, pero creo que el punto queda claro.

Podemos seguir en esta suerte de campañas meramente emotivas y sin contenido y luego, continuar pagando las consecuencias de llevar a los cargos de elección popular a plataformas cargadas de discurso, pero sin capacidad de acción, consistencia, ni rumbo claro.

Evidentemente lo ideal sería hacer cambios profundos en los sistemas de elección popular, pero para ello se necesita que los partidos estén dispuestos a llevar gente en sus nóminas con ese compromiso; no al revés. ¿Le exijimos con tiempo algo a los partidos en este sentido o solo continuaremos lamentándonos cada 4 años por la nueva mala decisión que tomamos?

¿Estamos dispuestos también a caerle mal a los partidos y a quienes los dirigen en este sentido o esperaremos a que sean ellos los que quieran actuar diferente? Porque la responsabilidad política va en dos vías: de los partidos y sus representantes a la ciudadanía y de la ciudadanía hacia ellos. ¿Estamos haciendo la parte que nos corresponde?

Tomar decisiones y tomarlas con base en el estudio, la ciencia, la técnica, la legalidad y la responsabilidad, no es un ejercicio fácil, pero es necesario si queremos avanzar. Tomar decisiones implica hacerlo, aunque sean decisiones impopulares, pero necesarias.

Con la hoja de ruta clara, las ideas definidas y los liderazgos sometidos a la voluntad popular, se debe estar dispuesto a caer mal a algunos, a caer bien a otros, a escuchar a todos y a tratar de generar confianza, buscar acercamientos, convencer indecisos y negociar sobre la base de acuerdos transparentes, teniendo claro que algunas cosas serán innegociables si se quiere mantener la coherencia.

Aunque no sea lo más fácil, una democracia emblemática como la nuestra no merece menos que eso, para evitar que se vaya por el precipicio al que el populismo y la irresponsabilidad en el ejercicio del poder nos vienen arrinconando hace tiempo.

¿Y porqué decirlo hoy si no está cerca ningún proceso electoral? Precisamente por eso, porque estamos a tiempo.

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