La demagogia es el arte de guiar al pueblo mediante promesas falsas apelando a los sentimientos básicos, al descontento, al deseo de justicia social, a la religión, a los temores y prejuicios, polarizando el debate político y despreciando y demonizando a los adversarios, o bien, buscando el conflicto para adular a la audiencia. La decepción consiste en que esas promesas no serán alcanzadas y menos para beneficiar a las mayorías, especialmente las más humildes.

Los demagogos aparecen de repente en tiempos de crisis, y son más bien un síntoma de ellas. Surgen de la erosión de las instituciones democráticas y del agotamiento de sistemas políticos fundamentalmente corruptos. Pero en vez de resolver los problemas más apremiantes los agudizan al mantener la promesa eterna de que son ellos los que están a punto de resolverlos.

Pretenden poner la ley al servicio de los más necesitados y resolver injusticias de un plomazo. O bien, atacan las normas vigentes y el debido proceso cuando estos no son de su conveniencia, pues son obstáculos burocráticos que interfieren con la consecución del bien común, y de esta forma justifican la concentración de poder. Este método de manipulación es recurrente en la historia política mundial, sin distingo de desarrollo económico o madurez política.

El discurso de un demagogo es carismático y paternalista. Simplifica la complejidad del tejido social y la reduce a la lucha entre buenos y malos, con la promesa robinhoodesca de quitarle a los ricos para darle a los pobres. Atizar la confrontación social es muy efectivo para lograr el apoyo popular de un demagogo.

El discurso es omnisciente, pues es un experto en todo y conoce de antemano las motivaciones de sus contrincantes de forma que responde a las críticas antes de que estas lleguen. El discurso debe mostrar indignación por las injusticias, por la corrupción, por la ineficiencia, y debe apuntar el dedo a los supuestos culpables. Eso sí, se deben premiar las adulaciones pues refuerzan su credibilidad.

Los demagogos deben demostrar un cambio personal y convertirse en una persona religiosa, que abraza ancianitas y reparte besos a los niños. Es la persona borrón y cuenta nueva que no necesita dar explicaciones de su pasado.

Además, es fundamental dar verdades a medias. El manejo de la información y su control es estricto. No se puede dejar que la verdad salga a la luz, y si lo hace entonces que esté distorsionada. La demagogia no puede admitir críticas externas.

También es crítico debilitar la educación. El librepensamiento, la cultura, la ciencia, y todas las ramas del conocimiento humano deben supeditarse a sus necesidades.

El engaño consiste en que esta conducta tan evidente pase desapercibida para una gran mayoría de acólitos incondicionales que terminan por justificar toda decisión del demagogo, por contradictoria, irracional y contraproducente que sea, y que dure lo suficiente para alcanzar fines personales.

Sin embargo, la burbuja siempre acaba por romperse. El embrujo es pasajero. Entonces, el demagogo desaparece de súbito, así como apareció.

La estrategia demagógica es poco original. Hace más de 2,000 años Aristóteles la identificó como el fin de la democracia. Pero no es de extrañar que la historia se repita. Además, después del desorden y el caos creado por un demagogo, siempre podremos ser rescatados de la nueva crisis por las promesas de otro demagogo. Sucede en las democracias más añejas.

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