En alguna ocasión durante el desarrollo de una clase de teoría de las relaciones internacionales le expliqué a mis estudiantes que “absolutismo” y “totalitarismo” no eran sinónimos en términos de la historia; el primero correspondía a la concentración del poder que ostentaban los monarcas durante el renacimiento y la ilustración (previos a la Revolución Francesa) y el segundo, a la concentración del poder ostentado por los líderes fascistas en la Europa del siglo pasado: Hitler, Franco y Mussolini, por ejemplo.
En cuanto al absolutismo la frase mejor acuñada para ilustrar su pensamiento fue la expresada por Luis XIV en la Francia previa a la ilustración en la que señaló “El Estado soy yo”. Ella encierra la máxima bajo la que se conducía aquella forma de gobierno, en el cual el poder para hacer las leyes, ejecutarlas y ejercer el gobierno recaía en la misma persona: el Rey.
Este sistema tenía, al menos, la confluencia de las tres peores herencias intelectuales que venía arrastrando la humanidad desde la edad media: el derecho divino, mediante el cual las casas reinantes validaban su acceso al poder; el ejército permanente, como consecuencia del Estado Moderno mediante el cual se estableció el monopolio de la fuerza en manos del Rey y el mercantilismo, la doctrina económica que sobrevino al medievo y que establecía como prioridad la riqueza del Estado.
Frente a esos tres componentes, en que todo el sistema estaba diseñado para satisfacer la grandilocuencia de la corona, estaban anuladas las condiciones más básicas para el ejercicio de la libertad, no existía, había que luchar por ella contra la jerarquía de la iglesia católica, contra el ejército y contra el Rey.
Sin extenderme más, como respuesta a aquella aberración surgió un movimiento que provocó el debilitamiento del poder papal y dichas monarquías en Europa (por la pérdida de credibilidad de la doctrina que explicaba la legitimación del poder) de manera que las sociedades necesitaban nuevas formas de organización, dando lugar a las ideas republicanas de Hobbes, Montesquieu y Althusius, sobre el origen del poder, la división de poderes y la organización política respectivamente.
Así mismo, algunos teólogos como Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, comenzaron a hacer una interpretación racional de la Biblia lo que los condujo a cuestionar la legitimidad de la “conquista” y el derecho divino de los reyes, hasta que Immanuel Kant acuñó el término “ilustración” (en el siglo XVIII) para describir la capacidad y la libertad que tiene el ser humano de usar su propia inteligencia sin la orientación de los demás.
A todo ello sobrevino el nacimiento de las Repúblicas y las Monarquías Constitucionales en las que el ejercicio del poder, la creación de las leyes y la administración de la justicia se delegaba en individuos distintos a través de un sistema que se colocaba en las antípodas del viejo régimen: la democracia, mediante la cual se forjó un nuevo contrato social en Europa y el resto del mundo occidental.
A simples rasgos parece la una breve narración los hechos, pero en el recuento de los daños que dejó aquella lucha incesante por la libertad de los individuos, el sacrificio en vidas humanas se cuenta por miles para llegar a algunas de las instituciones fundamentales de las sociedades libres: la soberanía popular, la libertad de expresión y la propiedad privada.
Sin embargo, el cambio no fue uniforme. En la primera mitad del siglo XX convivían la democracia francesa, la estadounidense y la limitada monarquía inglesa, con las aún monarquías de Rusia y Alemania cuyo enfrentamiento por el atentado en Sarajevo arrastró al mundo a la primera guerra mundial.
Entre otras condiciones, el hartazgo de las sociedades italianas y alemanas por las condiciones que impuso el tratado de Versalles de 1919, permitió el ascenso al poder de los nada célebres Benito Mussolini y Adolf Hitler, quienes una vez instalados en la conducción del gobierno se encargaron de dar marcha atrás a las conquistas de la libertad alcanzadas hasta entonces con la inauguración del totalitarismo.
En “El espíritu de la revolución fascista” (publicación que sistematiza el pensamiento de Mussolini mediante sus intervenciones públicas) el dictador indica que “el fascismo quiere el Estado. No cree en la posibilidad de una convivencia social que no esté encuadrada en el Estado” y que el advenimiento de la era en la que la sociedad se organice en una sociedad libre debe ser relegado al limbo de las utopías, pues otorgar libertad y cito “a unos centenares de canallas”, podría arruinar, según él, al conjunto de la sociedad.
Para el totalitarismo la libertad únicamente se concede a quienes hacen la voluntad del gobierno, la oposición está suprimida para evitar la pérdida del poder y reivindica la administración del Estado con “pulso de acero y voluntad de hierro” so pretexto de que “el Gobierno fascista os ofrece pruebas concretas y cotidianas de su firme propósito de afrontar y resolver los problemas fundamentales que desde hace décadas y centurias asaltan la existencia del pueblo italiano”.
Enrique Moradiellos en el libro “La España de Franco” indica las características del totalitarismo al señalar:
- La presencia del poder personificado en un líder carismático que ejerce su autoridad de forma monopolística.
- La existencia de un partido de masas que forma parte integral de aparato del Estado que responde a una ideología precisa y definida.
- La pretensión de controlar la esfera de la vida personal de los individuos.
- Un alto grado de movilización política de la población mediante medios de comunicación operados por el Estado.
- La represión intensa y activa de toda oposición y de cualquier grado de libertad de prensa y comunicación.
- Controlar la vida económica mediante medidas autárquicas como vehículo para el reforzamiento de la actividad estatal.
Además de Moradiellos, el célebre Rymond Aron, añade en su obra “Democracia y totalitarismo” una característica más que vale la pena señalar al indicar que la ideología se convierte en la verdad oficial del Estado en estos regímenes.
Como bien lo señaló Hayek en “Camino de Servidumbre” una economía dirigida (es decir, la economía del régimen totalitario) tiene que marchar por líneas más o menos dictatoriales y el poder tiene que estar en manos de un general en jefe cuyas acciones no puedan estorbarse por procedimientos democráticos, de modo que el régimen pueda echar mano de los recursos disponibles, que “casuísticamente” terminaban bajo la propiedad de algún dirigente del partido.
Al respecto, Günter Riemann señala en su obra “The vampire economy: doing business under fascism” la forma en que operaba el regimen nazi para apropiarse de empresas o acabar con el patrimonio de sus opositores, utilizando las prerrogativas del Estado para sancionar y perseguir las actividades económicas de las que quería disponer imponiendo elevadas multas que llevaban a los propietarios a la quiebra o a la venta de sus negocios.
Así como Luis XIV definió el absolutismo en la cita mencionada párrafos arriba, me parece que fue el ministro de Propaganda de Hitler, Joseph Goebbels, quien definió mejor que nadie el proyecto totalitarista al indicar en 1939 que “la meta de la revolución (nacional-socialista) tiene que ser un Estado totalitario que penetre todas las esferas de la vida pública”.
Sin embargo, fueron las leyes raciales y las atrocidades en contra de las minorías étnicas cometidas por estos regímenes los que provocaron la consternación del mundo civilizado y humanista, lo que dio pie a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (proceso dirigido por Eleanor Roosevelt) de la cual se derivan los pactos internacionales por los derechos civiles y políticos, así como por los derechos económicos, sociales y culturales que tutelan la protección de los individuos frente a los excesos del Estado.
Así arribamos al fortalecimiento de las democracias liberales del hemisferio occidental predominantes durante el último cuarto del siglo XX y la primera década del siglo XXI. En ellas, los liberales y, sobre todo, después de la caída del muro de Berlín y el fin de la guerra fría, pensaron que el debate sobre el desarrollo sería una cuestión técnica partiendo sobre la línea base que otorgaban las ideas de la libertad. No obstante, la radicalización del capitalismo y la generación de sociedades profundamente desiguales como consecuencia de políticas y políticos altamente cuestionados, facilitaron la aparición de los populismos a lo largo y ancho del continente, inaugurando la amargura de los autoritarismos sobre las agonizantes democracias liberales de América.
Estos regímenes autoritarios mezclan algunas o todas las características de sus antepasados infames, mientras sortean la observación internacional.
Cerca en la historia, la experiencia Bolivariana en Venezuela, el revanchismo comercial de Donald Trump en Estados Unidos y la concentración del poder en manos de Ortega y Bukele en Nicaragua y El Salvador, respectivamente, deberían ser los espejos en los que no nos quisiéramos ver como costarricenses. Pero, desdichadamente, hemos llegado a los días en que el Gobierno de Costa Rica ha echado mano de la estrangulación financiera de una empresa como herramienta de control para la consecución de sus fines, sean estos confesables o no, pisoteando la libertad de empresa, la seguridad jurídica, la credibilidad internacional de Costa Rica como destino para la inversión extranjera y la generación de empleo, colocándose entre los autoritarios de la región y del lado equivocado de la historia.
La perversión del poder no distingue entre ideologías políticas, es, peligrosamente, la naturaleza de personas inadecuadas para el ejercicio del gobierno.
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