Resulta un hecho incuestionable que la política ambiental de Costa Rica experimentó un desarrollo significativo en la última década. Puede decirse que, desde la adopción del enfoque de Pago por Servicios Ambientales (PSA) —a través de la promulgación de la Ley Forestal Nº 7575 del 16 de abril de 1996—, que además permitió consolidar legalmente el Fondo Nacional de Financiamiento Forestal —FONAFIFO), el país tuvo avances destacables en el fortalecimiento institucional y la formulación de instrumentos de política orientados a la protección del medio ambiente, la conservación de la biodiversidad y la lucha contra el cambio climático.

Más recientemente, la entrada en vigor de la Política Nacional de Biodiversidad (2015-2030), la Estrategia Nacional de Bioeconomía (2020-2030) y el Plan Nacional de Descarbonización (2018-2050), son solo algunos ejemplos de los esfuerzos normativos que Costa Rica logró materializar. Al partir de diferentes niveles operativos y ámbitos de implementación, estos y otros arreglos institucionales similares hicieron posible la articulación de un conjunto amplio y diverso de iniciativas intersectoriales y de carácter más específico, como es el caso de las Acciones de Mitigación Nacionalmente Apropiadas (NAMAs) en café y ganadería.

La totalidad de estos instrumentos se caracteriza por la promoción de una narrativa de modernización ecológica, cuyo principal objetivo es la transición de los sectores productivos hacia esquemas de apropiación de recursos, producción y consumo más sostenibles, por medio de la creación de interfaces sociotécnicos, en los que la ciencia, la tecnología y la innovación (CTI) tienen un rol central. Claro está, del dicho al hecho hay mucho trecho, y todo indica que, en la práctica, las organizaciones gubernamentales y las alianzas público-privadas conformadas con ese propósito han sido más exitosas en la transferencia de CTI que en el fomento de las capacidades que se requieren para garantizar una adecuada adopción por parte de las personas productoras y otros actores involucrados.

Las razones que originan estos obstáculos varían en función de los contextos y circunstancias inmediatas; sin embargo, resulta evidente que la poca atención que reciben las dinámicas socio-territoriales y los factores culturales que informan la organización local de las comunidades y grupos sociales lleva a diagnósticos laxos por parte de las autoridades de gobierno, lo que influye negativamente en la interpretación de las necesidades, demandas e intereses planteadas tanto por las asociaciones de personas productoras como por colectivos de base con objetivos distintos al de generar valor.

Para el caso costarricense, la principal limitante de la modernización ecológica propuesta por el gobierno central es su basamento exclusivo en una racionalidad tecnocrática —y altamente burocratizada— que desestima el abordaje integral de los determinantes estructurales del (sub)desarrollo (pobreza, desempleo) y el papel de los movimientos sociales (en especial, los grupos ambientalistas e indígenas) en la identificación de estilos de política alternativos (un tema clave para entender el comportamiento complejo de fenómenos como la exclusión y la desigualdad en el ámbito social y territorial). Más crítico aún es el hecho de que esta situación parece ser un indicativo de una problemática mayor: en los últimos 20 años, el vínculo entre conservación y neoliberalismo se ha estrechado. En un artículo académico publicado en 2012, Bram Bruscher y colegas se refieren a esa tendencia como: “conservación neoliberal”, cuyo axioma básico es la creencia en que, para “salvar” la naturaleza, es necesario llevar toda actividad de conservación al mercado y convertirla en un medio para atraer inversión extranjera. Se considera que una característica distintiva de la conservación neoliberal es el actual predominio de los métodos de valoración económica de la biodiversidad, en la forma, principalmente, de los servicios ecosistémicos, el biovalor y la comodificación de la vida silvestre.

Ante este panorama, conviene entonces cuestionar(se) en qué medida el rápido desarrollo de nuevos y ambiciosos instrumentos de política ambiental contribuye realmente con un cambio de paradigma que permite entender la crisis ecológica más allá de los parámetros capitalistas de la economía verde. ¿Es posible promover (otras) ecologías afectivas en Costa Rica, que nos ayuden a superar visiones de sostenibilidad centradas en el cálculo utilitario/racional y el desempeño económico-ambiental? Este 5 de junio se celebra el Día Mundial del Medio Ambiente, un acontecimiento que abre la posibilidad para retomar —una vez más— estos temas y estimular su discusión pública.

Si hay una lección a ser aprendida con el surgimiento de la pandemia del Covid-19 (¡y vaya que hay muchas!), esa es que no podemos seguir movilizando imaginarios abstractos de eco-competitividad sin cuestionar el modelo extractivista y predatorio en el que se basan gran número de las actividades económicas actuales, incluyendo la expansión del agronegocio, el uso desmedido de agrotóxicos y la explotación de la vida silvestre, en la forma de manipulación genética/biotecnológica y caza, tráfico y comercio ilegal de especies, entre otras problemáticas relacionadas.

El surgimiento de áreas de conocimiento, como el de las humanidades ambientales y la ecocrítica, contribuye a tensionar el mito de la excepcionalidad humana. Las visiones marcadamente antropocéntricas que subyacen al ideal moderno del progreso conducen a la creencia de que el ser humano, para estar bien y mejor, necesita tener el control absoluto y gobernar sobre la naturaleza. Sin embargo, entidades no humanas (el virus del Sars-Cov-2 es un ejemplo), nos enseñan que la fragilidad y la contingencia son una parte importante de nuestra condición humana. Esta es una discusión ambiental en el sentido más amplio.

Para avanzar en el fortalecimiento de una política ambiental contemporánea en el país no basta con impulsar la agenda tecnocientífica de manera acrítica e instrumental, en cambio, debemos empezar por reconocer las formas en que diferentes vitalidades no humanas son también capaces de moldear el mundo que compartimos, a través de agenciamientos que recién estamos aprendiendo a identificar y entender. Al mismo tiempo, esto significa (re)aprender a ser afectados por las demás especies y sus ecologías, incorporando en el proceso nuevas emociones, modos de relacionamiento y principios éticos de coexistencia. La transición a la sostenibilidad debe ser un proceso reflexivo en el que la justicia multiespecies disponga de un lugar privilegiado.

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