Los terribles y dolorosos acontecimientos de los últimos días en Ucrania me han impactado profundamente debido a los lazos de amistad que me unen con rusos y ucranianos desde hace más de tres décadas.

Entre todo el horror de las noticias y las imágenes desgarradoras me llamó la atención una noticia que inevitablemente trajo una enorme cantidad de recuerdos a mi memoria: el cierre de decenas de empresas occidentales en Rusia, entre ellas, McDonald’s. Yo fui unos de los cientos de afortunados jóvenes costarricenses que recibimos una beca para estudiar en la antigua Unión Soviética y visité Moscú en mayo de 1990, pocos meses después de que abrieran el primer McDonald's en la capital soviética. El local estaba situado a unas pocas cuadras de la Plaza Roja, a un costado de la Plaza Pushkin y cerca de la entrada de una de las estaciones más hermosas de esa joya arquitectónica que es el metro moscovita. Jamás olvidaré que la cola para entrar al famoso restaurante de comida rápida se extendía cientos de metros y prácticamente rodeaba toda la plaza y la estatua del famoso poeta ruso. Obviamente lo importante para los que la hacían no eran los Big Mac o los Milk Shake sino lo que simbolizaba la apertura de un McDonald's en el corazón de Moscú: el final de la Guerra Fría.

Eran los años de la Perestroika y el Glásnost. La Perestroika (“reestructuración” en ruso) fue una política implementada desde 1986 por un relativamente joven y nuevo dirigente soviético: Mijaíl Gorbachov. Era un intento de convertir el socialismo autoritario heredado del estalinismo en un socialismo democrático y humanista, similar al “socialismo con rostro humano” que defendía Alexander Dubcek en Checoslovaquia (hasta que los tanques soviéticos aplastaron la Primavera de Praga en agosto de 1968). Frente al ineficiente y anquilosado régimen burocrático heredado del estalinismo, la Perestroika aspiraba a construir una sociedad que resolviera de una vez por todas la perenne escasez y carestía de bienes de consumo de calidad que padecían los casi 300 millones de soviéticos. Además, frente al aislamiento casi aldeano de la Unión Soviética de sus vecinos europeos, la Perestroika reivindicaba la construcción de una Casa Común Europea que incluyera a todos los Estados del continente independientemente de su ideología.

Si la Perestroika pretendía un cambio radical en lo económico, el Glásnost (“apertura” en ruso) era su equivalente en lo político. Gradualmente se eliminó la censura en todos los ámbitos, en la literatura, en las artes y por último en los medios de comunicación. Se empezaron a publicar obras de autores que hasta ese momento habían sido prohibidos por considerarse enemigos o adversarios del régimen soviético. Entre ellos tal vez el más conocido sea el escritor Mijaíl Bulgákov y su magistral obra satírica El Maestro y Margarita. Por fin los soviéticos después de décadas de represión y censura política podían criticar libremente a sus gobernantes, ¡y no dudaron en hacerlo! A finales de los años 80 surgieron decenas de periódicos y medios independientes abiertamente críticos frente al régimen. Se empezaron a discutir temas que hasta entonces habían sido desconocidos para la enorme mayoría de la población, como el asesinato de la familia del Zar, el “Terror Rojo”, los crímenes de Stalin, la colectivización forzosa de los años 30 o el Holodomor. En 1989 incluso salieron a la luz los protocolos secretos del Pacto de 1939 entre Hitler y Stalin.

Desafortunadamente la Perestroika y el Glásnost no sobrevivieron al colapso de la Unión Soviética. Luego vinieron los años 90 y el caótico gobierno de Boris Yeltsin. Y en medio del caos apareció Putin…

El delirante ultranacionalismo expansionista de Vladimir Putin representa la negación misma de lo que en su momento representaron la Perestroika y el Glásnost. La brutal invasión a Ucrania, los bombardeos a escuelas y hospitales son, al igual que la invasión estadounidense a Irak del 2004, condenables desde el Derecho Internacional y violan abiertamente los principios de la Carta de las Naciones Unidas. Putin no solo destruyó la histórica amistad que durante cientos de años había unido a los pueblos de Rusia y Ucrania, sino que alejó a Rusia aún más de sus vecinos europeos e incrementó enormemente la hostilidad de estos hacia los rusos.

Ciertamente es un enorme error culpar a un pueblo por las decisiones de sus gobernantes. Más aún en el caso de Rusia, donde las protestas contra la guerra son brutamente reprimidas y se amenaza con penas de quince años de prisión a cualquiera que difunda “noticias falsas”, es decir, cualquier noticia que contradiga la versión oficial del Kremlin. Sin embargo, el principal responsable de las draconianas sanciones impuestas sobre Rusia se llama Vladimir Putin. Al atacar a Ucrania, Putin le infringió un daño casi irreparable no sólo al vecino más cercano a Rusia sino a su propio pueblo, un daño que incluso pone en riesgo su existencia futura como nación. Solo esperemos que la pesadilla termine pronto.

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