Vale la pena reflexionar si se debe transigir ante quien llega a la mesa de acuerdos con una pistola cargada. Como en Costa Rica tenemos esa costumbre tan afable de verles buenas intenciones a nuestros interlocutores, pocos le pondrían peros a quien vaya de tal guisa. Creen los incautos que, en dichas condiciones, cederán unos y otros hasta alcanzar un punto que les sea aceptable a todos. Pero la historia está llena de este tipo de desenlaces: el que tiene el arma, consigue lo que quiere; a la contraparte, solo le queda el consuelo de las palabras huecas.
El matón es un experto en intimidar. Siempre está dos pasos por delante de su víctima. Aturde y desorienta. Si se le acusa de algo, utilizará todos sus recursos para hacerse el mártir, y no faltará quién le crea. Su anhelo es inspirar miedo, pero tacha de histéricos a quienes le temen. Exhibe el revólver sobre la mesa, presto a utilizarlo, solo porque es suyo y él hace con sus pertenencias lo que le viene en gana. Lo deja ahí a su alcance, puesto que no sabe dónde más guardarlo. ¡Y que a nadie se le ocurra reclamarle!
No tiene nada de nuevo que alguien llegue a una mesa de negociación con tales pretensiones. Después de todo, así es el modus operandi en el mercado negro, en las dictaduras o los Estados fallidos. Basta conducir unos cuantos kilómetros al norte para comprobarlo. Incluso aquí mismo, en épocas no tan remotas, la política civilizada y el consenso no tenían cabida.
Quizás es esa añoranza a supuestos tiempos mejores la que nos tiene otra vez al borde del abismo. La novedad con respecto a las elecciones de 2018 es que haya candidatos que luzcan con impudicia orgullosa estos ademanes, totalmente contrarios a la cultura democrática que tanto alardeamos de tener. «Decime de qué presumís y te diré de qué carecés», cuenta la sabiduría popular.
No faltará el cínico que argumente que «todos los políticos son iguales» porque da lo mismo a quién se vote, total nunca cambia nada. Y esa es una verdad que puede aplicarse a los sistemas en los que solo hay una estructura orgánica de Estado, francamente. Sí, aquellos en los que no tienen cabida los derechos ni las libertades, la pluralidad de agrupaciones políticas ni la democracia. «¿Para qué defender la democracia si nada cambia, si todos son iguales?», arguye el que desea imponer subrepticiamente una cierta visión del mundo. Porque todos son lo mismo, excepto –claro está– la luminaria que llega a esa conclusión. Él es el bueno. Él es quien nos va a salvar. El mesías. El que queremos que gane.
Por eso, grita a los cuatro vientos que quiere arrebatarles la hegemonía del sistema político a los partidos tradicionales. No ve la hora de sentar las bases de su proyecto, tal como lo hizo en su día un exmandatario sudamericano con su llamada «Revolución Bolivariana». No es baladí que los cambios experimentados en Venezuela a partir del arribo del teniente coronel hayan coincidido con un deterioro de la institucionalidad y del papel de otros sectores sociales.
Tampoco es casual la amenaza explícita al Poder Legislativo para que se alinee a sus designios. El fin último es desplazarlo como actor legítimo en el que los demás componentes del sistema deban acordar las propuestas de cambio. En su lugar, busca introducir al pueblo como jugador con veto en la toma de decisiones.
Incluso en estas circunstancias, alguien muy cándido pensaría que la falta de músculo político en el Parlamento serviría de freno a sus intenciones. Pero el propio Hugo Chávez amasó sus potestades a contrapelo de los procedimientos legales establecidos. En aquel momento, la sustitución del Legislativo como Poder con el que el Ejecutivo debía acordar las transformaciones fue posible porque la hizo en franca violación al ordenamiento jurídico vigente.
El hecho de que el expresidente Chávez actuara al margen de lo dispuesto en la constitución venezolana de 1961 tenía una justificación meridiana: de haberse apegado a lo prescrito en la carta magna, jamás habría podido realizar los referéndums. Aunque estos son un canal para la participación directa de la población en los asuntos públicos, no los exime de que puedan establecer una dictadura de las mayorías, como quedó demostrado en la Venezuela chavista. Al final, tras una serie de consultas populares de suma cero, se cerró la posibilidad de distribuir las ganancias entre todas las opciones en pugna: el ganador se lo llevó todo.
Por eso, «quien avisa, no es traidor». Sentarse a la mesa con alguien que lleva consigo una pistola cargada ya es demasiado tarde. Caer rendido ante el chantaje inicial de un matón, por pequeño que este sea, implica someterse para siempre a su voluntad.
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