Hace unas semanas tuve la oportunidad de conocer a varias personas costarricenses en Venecia. Como resultado de este encuentro me sugirieron escribir un artículo de opinión sobre el ejercicio de la arquitectura; se consideró que mi experiencia podría permitir una reflexión sobre aspectos relevantes del quehacer arquitectónico, o al menos, establecer conexiones.

Escribir sobre arquitectura no me resulta una tarea sencilla. La opinión, el comentario y la auto referencialidad no son ejercicios que se me facilitan particularmente. Aun así, reconozco el potencial de compartir experiencias y saberes; de identificar problemáticas a partir de las exigencias de ejercer una profesión en un país donde la palabra arquitecta (architetta) todavía genera sospechas.

Seré más precisa. Vivo en Venecia. He colaborado como arquitecta en distintas oficinas y continúo todavía. Sigo estudiando porque fui becada por el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia. Pero, particularmente, me encuentro trabajando como mediadora cultural para el departamento educativo de la Bienal de Venecia. En palabras más simples: guío visitas para diferentes personalidades, públicos especializados o neófitos, grupos que requieren un punto de vista que facilite adentrarse en una exhibición —un tipo de laberinto— hecha de casi doscientas propuestas internacionales.

La Bienal de Venecia es una institución italiana que inició su historia hace más de ciento veinte años. Fue ideada por la municipalidad de Venecia como uno de los polos más relevantes donde exhibir arte en el mundo. A inicios del siglo XIX —en el periodo napoleónico— se construyó en Venecia una amplia vía (un caso atípico en la ciudad) y grandes jardines. Casi cien años más tarde, en esos mismos jardines, se proyectó el primer edificio que dio espacio a la Exhibición Internacional de Arte. Como una estrategia de la municipalidad de Venecia para continuar siendo central en esa tradición de intercambios que tanto la ha caracterizado, se fundó la bienal de arte más antigua del mundo. Con el tiempo, el jardín comenzó a llenarse de pabellones; cada nación se interesaba por tener un edificio propio, un tipo de embajada cultural. Al inicio de la Primera Guerra Mundial muchas de las potencias tenían ya su edificio. Sin conocer profundamente los detalles históricos, cada vez que camino por los jardines, los percibo como el mapa de un teatro mundial, con sus representaciones nacionales, intercambios en curso y formas distintas de hacer política. Un jardín de construcciones únicas; arquitectos como Rietveld, Scarpa, Stirling, Aalto (algunos pocos que se me vienen a la mente, pero se podría continuar la lista) han diseñado los edificios que caracterizan esta parte de la ciudad.  Cada año, la Bienal es visitada por distintas personas: delegaciones nacionales, personal diplomático, políticos, estudios de arquitectura, artistas, empresarios, entusiastas de arte. En fin, una gran cantidad de públicos. En este contexto me encuentro.

De esta experiencia puedo puntualizar dos observaciones que podrían servir para establecer relaciones con la práctica arquitectónica en Costa Rica. La primera tiene que ver con el peso que los perjuicios tienen en la limitación del potencial de una disciplina. Me explico mejor: cuando empiezo o termino mis presentaciones en la bienal, la mayoría de las personas me pregunta cuál es mi origen, mi educación y mi puesto de trabajo, cuando respondo muchos se sorprenden. Reaccionan incrédulos ante la constatación que fuera de su contexto personal (ligado claramente a un territorio, una cultura, una nación europea) existan instituciones, profesionales y personas que todos los días dan forma y redefinen, desde diversas prácticas, lugares y puntos de vista, una disciplina.

Frente a esas frecuentes preguntas las respuestas que doy me llevan de vuelta a Costa Rica y a la cultura arquitectónica de nuestro territorio. Es comprensible que pocas de las personas con las que me relaciono cotidianamente tengan una idea de ella; es difícil trasmitirla, explicar en qué consiste. La historia de San José es reciente y la consciencia de una cultura urbana o arquitectónica todavía más. Reconozco, entonces, que los prejuicios que invisibilizan el potencial de una profesión y sus profesionales se dan también al interno de nuestro territorio. En Costa Rica sucede, hasta donde recuerdo y puedo todavía percibir, que el reconocimiento de la arquitectura por su impacto o su potencia en la configuración de la vida y en cuanto manifestación de nuestra sociedad, es poco latente. Por ello me pregunto con frecuencia cuánta importancia se le otorga a problematizar nuestros ambientes construidos y qué significa hacer arquitectura en Costa Rica. Pese a ello, más importante que buscar una definición considero pertinente generar espacios de discusión para seguir pensándola e interrogándola (por ejemplo, como sucede en una bienal); para que su comprensión contribuya efectivamente al reconocimiento de la arquitectura y el urbanismo como disciplinas con sentido propio y el aporte de estas al desarrollo cultural de un territorio.

Esto me lleva a la segunda observación (que tiende más a una proposición): si todas las bienales del mundo encuentran un antecedente en Venecia, quisiera reconocer que una Bienal en Costa Rica puede ser también un instrumento —sea como espejo colectivo hecho de tantas historias compartidas o como una serie de respuestas posibles para entender nuestra cultura en torno a los objetos construidos— que genere una educación sensible al espacio y a la formulación del espacio público como sitios de encuentro, discusiones, pensamientos, memorias y conflictos. De eso que entendemos por Centroamérica y, quizá también, de algo más.

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