Para los habitantes actuales del planeta, es la primera vez que vivimos una pandemia y como tal, muchas de las medidas adoptadas por los gobiernos han sido igualmente novedosas fuera de un estado de excepción o de guerra. La incertidumbre de lo desconocido justificó inicialmente una serie de restricciones que buscaban proteger no sólo la salud pública sino también la misma continuidad del Estado: en caso de presentarse una situación epidemiológica descontrolada, se podría poner en grave riesgo el buen funcionamiento de las instituciones así como la continuidad de la economía y de la sociedad. Esto adquiere relevancia en un país con una población pequeña, con una curva poblacional cada vez más longeva y de baja natalidad. Todo esto, a mi criterio, dio mérito constitucional suficiente a la imposición de las fuertes medidas sanitarias adoptadas al inicio de la situación de incertidumbre.

Más de veinte meses después, con un escenario de alto endeudamiento público para la compra de vacunas; campañas masivas de vacunación; alta disponibilidad de información científica y económica sobre el comportamiento y efectos del virus; un desempleo y subempleo superior al 20%; miles de negocios en la quiebra; alto endeudamiento estatal y familiar para sufragar los recursos dejados de percibir; millones de colones en multas; mayor concentración de la riqueza; aumento en los precios de los bienes y servicios; mayor brecha de género; mayor pobreza y hambre y, una tasa de letalidad (fallecidos respecto a confirmados) de 1,21% (Datos Macro, octubre 21), las medidas de cierres de negocio y de restricción horaria han dejado de ser proporcionadas y razonables, y por ende, son inconstitucionales.

Según lo ha expresado la Sala Constitucional en múltiples fallos, los principios de proporcionalidad y razonabilidad forman parte del bloque de constitucionalidad, por lo que deben ser analizados en situaciones como la presente; máxime ante la ausencia de normas expresas en la Constitución Política para regular este tipo de escenarios pandémicos.

Bajo el principio y test de proporcionalidad, se deben ponderar los intereses de las partes en juego (por ejemplo, derecho a la vida, libertad de tránsito, libertad de comercio, derecho al trabajo, salud pública, finanzas públicas, derecho a la intimidad, entre otros) y le corresponde al gobierno como propulsor de las medidas, demostrar que éstas son estrictamente necesarias para tutelar los intereses públicos definidos como prioritarios, sin que existan otros recursos menos gravosos para lograr un resultado similar. Reiteramos, la carga de la prueba recae sobre el gobierno.

Por su parte, el principio de razonabilidad ha sido majestuosamente recogido por el artículo 16 de la Ley General de la Administración Pública (LGAP) el cual dispone: “En ningún caso podrán dictarse actos contrarios a reglas unívocas de la ciencia o de la técnica, o a principios elementales de justicia, lógica o conveniencia”. En otras palabras, ninguna actuación de la Administración Pública puede ser contraria a las reglas de la ciencia, la lógica o la justicia.

Siguiendo estas tesis, debemos ahora determinar si las medidas de cierre y de restricción nocturna son proporcionales y razonables. En primer lugar, la proporcionalidad implica que las restricciones deben ser temporales y no pueden estar dirigidas a suprimir los derechos constitucionales. De manera análoga, el artículo 121 inciso siete de la Constitución Política estipula que la Asamblea Legislativa puede suspender temporalmente y “en caso de evidente necesidad pública”, ciertos derechos y garantías individuales. En todo caso, dicha suspensión no podrá superar los treinta días.

Por su parte, el artículo quinto de la Ley n. 7472 “Ley para Promover la Competencia y Defensa Efectiva del Consumidor”, establece que la Administración Pública puede regular vía decreto los precios de bienes y servicios sólo en situaciones de excepción, en forma temporal y que la regulación que se dicte debe revisarse dentro de períodos no superiores a los seis meses o en cualquier momento, a solicitud de los interesados. Según se observa, ha sido intención evidente por parte de los constituyentes y legisladores costarricenses establecer la temporalidad de las medidas anormales, debiendo acreditarse primero el escenario de necesidad pública y de excepción.

Más de 20 meses después de las primeras acciones adoptadas para frenar la propagación del SARS-CoV-2; con amplio conocimiento del comportamiento del virus y los efectos humanos y sociales que genera, y habiéndose dispuesto a la población interesada los mecanismos de vacunación voluntaria, no parece razonable seguir sosteniendo que estamos ante un estado de excepción o de evidente necesidad a menos que las circunstancias en el futuro cambien significativamente. Asimismo, las dos normas citadas estipulan lapsos de vigencia regulatoria que ya han sido superados en creces y, mientras tanto, el gobierno parece creer que cuenta con legitimación constitucional para perpetuar las medidas a su antojo y de manera indefinida, lo cual tal y como se observó es falso.

Para finalizar con el análisis del test de proporcionalidad, en caso de existir medidas menos gravosas para lograr un resultado similar, el gobierno está obligado a acatarlas inmediatamente. Precisamente, la obligatoriedad de la vacunación es una de las medidas idóneas para lograr un resultado incluso superior al que generan los cierres de establecimientos y la quiebra de pequeños negocios a lo largo del país, cuyo filtro de constitucionalidad recientemente fue superado ante la Sala Constitucional. Una vez más, el test de constitucionalidad nos arroja que las medidas de restricción de movilidad y cierre temprano de locales comerciales son desproporcionadas.

Regresamos ahora al principio de razonabilidad. Lo primero que debe recordarse es que las medidas de cierre han ocasionado directamente el desempleo de miles de costarricenses. Según datos del INEC, “la  tasa de ocupación en estos últimos años estuvo entre un 55 % y un 56 % hasta el inicio de la pandemia en el 2020, el nivel más bajo observado de ocupación fue en mayo-junio-julio 2020, bajando en más de 10 p.p., para una tasa de 43 %” (INEC, 01 de octubre de 2021).

Ello es lógico pues con el cierre de los locales, los emprendedores y empresarios han tenido que dejar de contratar personas, restringir sus gastos al máximo, y a su vez, han dejado de comprar a sus proveedores y éstos despiden a sus empleados, en un ciclo interminable donde se repite el mismo patrón que está ocasionando hambre y desesperación para muchos costarricenses que no ven la salida de esta crisis. Actualmente, 1 de cada 4 costarricenses vive en condición de pobreza. Siguiendo el principio de razonabilidad, el mismo INEC declara que el levantamiento de las medidas contribuye a la reactivación económica: “conforme el transcurso de la pandemia y la liberalización de la mayoría de medidas, la tasa [de ocupación] aumentó a 49 % en octubre-noviembre y diciembre 2020”.

Por otra parte, quienes pueden sostener dichos cierres son aquellas empresas con alto capital y poder de mercado (empero igualmente afectadas), sin embargo, para las micro, pequeñas y medianas empresas que constituyen aproximadamente el 80% del parque empresarial del país, estas medidas son sencillamente insostenibles, lo cual, aunado a un alto endeudamiento personal, ha generado una alta tasa de mortalidad de dichos negocios y emprendimientos. Es más, las municipalidades del país han pretendido el cobro completo de los cánones por concepto de patentes como si las condiciones de trabajo fueran las mismas. Adicionalmente, las medidas tempranas de ayuda adoptadas por algunas instituciones públicas y entidades bancarias ya han desaparecido desde hace varios meses atrás.

Fuera de las graves consecuencias en términos de desempleo y endeudamiento, desde un punto de vista del Derecho de la Competencia esta situación nos está conduciendo también a una mayor concentración de la riqueza, en un país caracterizado por una inmensa cantidad de monopolios y privilegios, públicos y privados, que nos hace una de las naciones más caras para vivir del continente. De esta forma, el daño social de las medidas restrictivas se extenderá en los años venideros, donde la concentración en manos de unos pocos, les permitirá aumentar precios, disminuir la calidad y desincentivar la innovación, cuyos efectos ya se están empezando a sentir (así por ejemplo, el INEC reporta que el índice de precios de edificios alcanzó en 7 meses una variación de 20.85%, y que el 55% de los bienes y servicios aumentaron de precio en la base diciembre 2020, 2021: INEC, julio y septiembre de 2021).

Finalmente y debido a las restricciones de espacio, me referiré por último a la irrazonabilidad de las medidas desde el punto de vista de la lógica humana. Supongamos el ejemplo de un grupo de personas que se reúne en un local comercial. Antes de las 21:00 horas, dicha reunión es legítima, sin embargo, después de esa hora, todos deben retirarse a sus hogares. Si el objetivo es evitar o frenar la propagación, las personas están expuestas a los mismos riesgos antes o después de la hora límite y no cambia en nada o en muy poco, el hecho de que dichas personas continúen reunidas hasta altas horas de la noche pues, reiteramos, los riesgos ya se hicieron presentes desde el primer momento de contacto.

Así las cosas, desde mi punto de vista los principios constitucionales de proporcionalidad y razonabilidad no se cumplen, siendo que las medidas vigentes de restricción a la movilidad y cierre temprano de negocios han dejado de ser idóneas para tutelar los intereses definidos como prioritarios y, al contrario, están ocasionando un grave daño humano y social al país.

Es hora de frenar esta situación.

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