El término lawfare —contracción gramatical de las palabras en inglés law y warefare— fue analizado por primera vez en noviembre de 2001, en un ensayo elaborado por el estadounidense Charles Dunlap, quien lo definió como “el uso de la ley como arma de guerra”. Sin embargo, el concepto no se limita a conflictos geopolíticos entre Estados o a luchas partidarias internas de los países, sino que trasciende a otros escenarios, cobrando relevancia, cada vez en forma más intensa, el ámbito judicial.
En este sentido, tal y como indicara Pascual Serrano, podría denominarse lawfare a la utilización ilegítima de la legislación a fin de atribuir conductas e imputar delitos “sobre los que haya unanimidad de repudio, y que además hayan despertado la indignación generalizada entre la ciudadanía”, a personas sobre las que exista alguna inconformidad, con respecto a las cúpulas de poder imperante, y no por razones reales.
En materia penal, el populismo punitivo, que campea como vórtice de las políticas públicas en la mayoría de los países latinoamericanos, ha provocado tensiones entre las agencias represivas y los jueces o fiscales que, asumiendo una postura ideológica alineada con la corriente garantista consustancial a un Estado de Derecho, observan el proceso penal como una barrera de contención del poder estatal y no como un facilitador de la persecución y la ejecución de sanciones.
El pensamiento garantista tiene la particularidad de que, generalmente, contrasta con la percepción social de lucha contra la criminalidad, aunque es claro que la jurisdicción no se justifica por el consenso de la mayoría, que es absolutamente coyuntural. Pese a ello, ese descontento social ante resoluciones judiciales que se visualizan como una suerte de alcahuetería para con la delincuencia ha permitido que, en no pocas ocasiones, se utilice el arsenal represivo del Estado contra esos jueces o fiscales reticentes a doblegarse ante las macroestructuras de poder que dictan las políticas criminales de los países, aprovechando la abstracción con que se han regulado ciertos delitos y que permiten que, como un cajón de sastre, cualquier conducta sospechosa pueda ajustarse allí.
Seleccionada la persona y el delito que se quiera atribuir, se transfiere el juzgamiento a la palestra pública. Un verdadero juicio paralelo mediático, en donde lo que importa es desactivar —por intimidación— el perfil ideológico del acusado y de cualquiera que pretenda emularlo. La cuestión de fondo poca relevancia tiene, cuando culmine el proceso, por lo general muchos años después, nadie se acordará de lo ocurrido, más allá de los titulares de prensa de aquel momento inicial.
Por todo lo anterior, creo que resulta más claro referirnos a este fenómeno como criminalización del garantismo, que con la utilización del anglicismo lawfare, siendo conceptos que mantienen, a mi entender, una relación de especie-género, con la particularidad de que el primero implica la persecución de funcionarios judiciales —especialmente jueces— por su ideología garantista, aprovechando el malestar público que esa actitud provoca en la mayoría de la población. Toda resolución favorable a un imputado deviene así in limine sospechosa, acarrea sin más el fervor popular, que asume que ha mediado corrupción y prepara la mesa para la ejecución “legal” del funcionario, mediante la instauración de causas penales o disciplinarías.
La dimensión social de la presunción de inocencia. Eberhart Smith señalaba que el poder tiende al abuso, por ende, exige control y debe basarse en un modelo de desconfianza, entendiendo que el Estado de Derecho tiene que ser “una República de razones”. En efecto, el Estado Constitucional de Derecho nace como un “nunca más normativo” al nazi-fascismo, por lo que, en el derecho penal, las garantías secundarias, presentes en las normas procesales, se articulan como una suerte de supergarantías, las cuales son potencialmente contramayoritarias e impopulares y, precisamente por esa característica, facilitan la utilización perniciosa del derecho en la persecución de personas inocentes pero incómodas por su ideología insumisa del poder.
En el marco de las llamadas sociedades de riesgo, concepto atribuido al sociólogo alemán Ulrich Beck, la determinación de cuáles conductas desviadas perseguir y mediante qué medios, así como el marco ideológico desde el cuál se toma la decisión, no es para nada neutral, sino que se cuece en un reducto definido por políticas criminales claramente establecidas y consustanciales a esa fórmula social. Es en este entorno en donde la noción de seguridad cobra una relevancia inusitada, puesto que se utiliza con fervor en las plataformas políticas de los Estados, como instrumento para apaciguar los ánimos frente a los peligros que se aparejan a las sociedades modernas.
En un contexto tal, las decisiones que toman los policías, fiscales y jueces penales, principalmente en las etapas iniciales del proceso, reciben una altísima presión por parte de los órganos del Poder Ejecutivo, los medios de prensa, la colectividad —por medio de las redes sociales— y del propio Poder Judicial, a través de las instancias disciplinarias y las agencias fiscales.
No obstante, quizá el aspecto más visible de esta sensible disfuncionalidad del modelo de administración de justicia penal lo sea lo que podría llamarse la dimensión social de la presunción de inocencia, y su inmediata vulneración con la cobertura mediática. Resulta ocioso ahondar en la escasa rigurosidad periodística que se presenta en algunos medios –generalmente– en el abordaje de los fenómenos criminales con impacto social, siendo ilustrativa aquella caricatura de Antonio Mingote, en donde una persona pregunta a la otra “¿Llueve mucho en Madrid?”, y el otro responde “¿Según qué periódico?”, dejando clara la ausencia de objetividad que ciertas agencias de comunicación de masas mantienen.
En los casos de decisiones impopulares –que no serán otras que aquellas tendientes a garantizar los derechos de las personas sometidas a investigación– se evidencia la faceta más violenta del escarnio público contra los funcionarios reacios a alinearse con la ideología imperante y esto, sin duda alguna, podría tener la virtualidad de alterar el sano desarrollo del proceso y vulnerar irredimiblemente los derechos de personas aún cubiertas por el principio de presunción de inocencia.
Más aún, la resistencia por parte de la judicatura, ante las presiones advertidas, ha evolucionado en el fenómeno que he denominado criminalización del garantismo, en donde las agencias represivas ya no se conforman con la instrucción de causas disciplinarias contra los funcionarios refractarios de las políticas criminales imperantes, sino que se apropian de la plataforma judicial para hostigar a esos elementos indeseables, con el conocimiento de que, en la palestra pública, no hay proceso, la sentencia es inmediata y no hay recurso alguno.
Frente a este desesperanzador escenario, urge el restablecimiento de la dignidad e independencia de la judicatura, pues, como afirma Perfecto Andrés Ibáñez, magistrado emérito del Tribunal Constitucional español, los jueces deben operar sin esperanza y sin miedo.
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