Es confuso pensar que en algún momento el funcionamiento social estuvo en capacidad de existir sin internet cuando ahora es un engranaje indispensable y esencial de nuestro operar humano. Las rutinas diarias no están completas sin cumplir con diligencia la tarea de navegar brevemente por las redes sociales y responder mensajes. Nuestras propias acciones prueban, con una constancia insuperable, que las aplicaciones han conquistado más terreno de nuestro tiempo de lo que estamos conscientes o con disposición a admitir.

Cuando no sabemos algo o no lo recordamos nuestro primer instinto es tratar de acertar palabras en Google para obtener el mejor resultado. Whatsapp es nuestro camino indudable para comunicarnos, y a falta de contacto directo, Facebook nos toma de la mano y nos pasea por cada una de las actualizaciones de vida de nuestras personas cercanas alrededor del mundo.

Esta realidad, por familiar parezca, es más reciente de lo que percibimos. En 1969 se creó el internet, pero no fue hasta finales de 1996 cuando la accesibilidad realmente estuvo al alcance de nuestras manos. El Nokia 9000 ofreció por primera vez a los usuarios la posibilidad de conectar los móviles a la red. Por consecuencia directa e inevitable, las redes sociales comenzaron a tener su verdadero auge a principios de los 2000, dejándonos con la seca conclusión de que esta acelerada carrera de la digitalización se encuentra en nuestras vidas desde hace menos de dos décadas.

Resulta absurdo el poco tiempo que ha transcurrido para la cantidad de normalización y cambios que han generado estas nuevas tecnologías en todos los ámbitos existentes. A pesar de esto, la noción de que las redes sociales son opcionales predomina en muchos pensamientos. No se debe a una falacia en la que vivimos o al simple hecho de tomar la decisión analizando el panorama y decidiendo que tal vez tenemos la opción de rechazar o aceptar el servicio. Se debe a que no hay una sensación de fuerza mayor que nos obligue a utilizarlas, y este precisamente es el engaño.

En la carrera de la innovación perdimos el foco de lo que en realidad hay detrás de gigantes de la industria y es el modelo económico del que, no somos sólo partícipes, sino combustible de su funcionamiento. La causa rápida de la adaptación de las redes sociales se debe principalmente a su alta productividad en el sector comercial, situación que desconocemos o ignoramos con cada palabra que redactamos en nuestros celulares.

En el 2019, Nick Couldry y Ulises Mejías traen a luz el término de colonialismo de datos, haciendo énfasis en repensar la relación del sujeto contemporáneo con datos masivos. Su propósito último concurre en exponer por medio del ejemplo histórico del colonialismo cómo hemos naturalizado la extracción de recursos en nuestras vidas y el vínculo capitalista que esto implica. Es decir, como la socialización se ha convertido en una fuente inagotable y cuantificable de información que se traduce en ganancias mensuales para empresas.

Entender la infraestructura de la conexión deja de ser meramente técnica y se convierte en momentos cotidianos, familiares e íntimos que pasan a ser monetizables. Cada me gusta, mensaje, foto que compartimos o video que vemos se traduce en información que completa un perfil de nosotros como consumidores por el que las marcas pagan para tener una oportunidad más cercana de ventas.

Todas nuestras acciones en las aplicaciones se van recolectando en bases de datos y se convierten en definiciones puntuales de qué nos gusta y cómo nos comportamos. Estas, a su vez, sirven como guía de comparación con miles de perfiles similares de qué somos más propensos a consumir, cómo pasamos nuestro tiempo y dónde sí hacemos gastos. Los negocios invierten dinero en cantidades que van desde un par de dólares hasta sumas muy elevadas a diario en las plataformas para que sus anuncios se presenten mezclados con el contenido que consumimos por ocio. Esto con la seguridad de que, gracias a la selección de las herramientas, su publicidad la están viendo las personas más propensas a comprar de toda la población seleccionada.

Aún así, esta realidad resulta distante o sin importancia hasta que se ponen sobre la mesa los números de la ecuación. En el 2020 Facebook reportó 86 billones de dólares en ganancias totales de la compañía, 98% de estas fueron por publicidad en la plataforma. Es decir, la recolección de datos que de manera voluntaria y gratuita entregamos día a día despreocupadamente contribuyeron, junto con el colectivo, a generar 84 billones de dólares para un solo ente comercial.

Inocentemente, creemos que tenemos potestad de decisión contra un flujo de caja que podría erradicar el hambre mundial varias veces, pero en lugar de eso, está concentrado en crear de la manera más minuciosa posible espacios que se sientan atractivos y nos otorguen confianza para seguir lucrando a partir de nuestro uso.

Una vez más, no es posible entender la complejidad de la premisa anterior hasta que consideramos lo que en realidad está en juego. Nuestros cerebros pecan de ser instintivamente sociales y desde un análisis superficial las dinámicas de interacción siguen siendo las mismas, sólo han evolucionado a ambientes y ecosistemas virtuales.

Es decir, a nivel químico nuestro cuerpo produce respuestas a los comportamientos que efectuamos en las plataformas de redes, tal como lo haría en ámbitos normales de socialización. Trevor Haynes, un técnico de investigación en el Departamento de Neurobiología de Harvard Medical, explica en su artículo Science in the News cómo el cerebro libera dopamina cada vez que percibe una nueva notificación. Esta respuesta es una recompensa totalmente esperable, producto de una interacción social exitosa, y nos estimula a repetir acciones que la produzcan.

Sin profundizar en los demás químicos como la oxitocina, endorfinas y serotonina, que también cumplen su papel en las dinámicas, resulta irreal pensar que Facebook e Instagram no están en total potestad adquirida de hacer modificaciones para generar estímulos más directos.

En un escenario con pocas regulaciones, falta de educación y conocimiento básico para enfrentarse a un oponente que consideramos aliado, las empresas de redes sociales se encuentran en un campo abierto de explotación y extracción de recursos naturales de datos a cambio de darnos la oportunidad de participar en la sociedad. Coudry y Mejías comparan atinadamente estos flujos globales de datificación expansiva con la apropiación de tierras, recursos y cuerpos del colonialismo histórico, dando a entender que claramente hay una desventaja en el trueque.

Estamos intercambiando oro por espejos. Información monetizable y con un valor que desconocemos por la oportunidad de poder vernos reflejados en ecosistemas virtuales. Sin embargo, el análisis erróneo comienza en el momento en que genuinamente creemos que es un intercambio opcional porque dejamos de lado lo que a nivel individual implica no ser parte de este sistema.

Si vemos el modelo de negocio de manera amplia vamos a tener una perspectiva de desigualdad que poco importa cuando nos enfocamos en la relevancia de los términos y condiciones para nuestro diario accionar. Tener contacto con familiares y personas importantes de nuestra vida es más fácil, las tiendas y bancos responden como amigos cercanos los mensajes y el aburrimiento se vuelve más distante con contenido fresco a disposición durante el transcurso del día.

Con las redes sociales, recibimos información en tiempo real de noticieros de todo el mundo, personalizamos nuestra información según nuestros gustos y construimos relaciones interpersonales que se impulsan y afianzan gracias a interacciones en la plataforma. Percibimos un sentido de comunidad mayor, nos unimos en luchas sociales y movimientos con facilidad, lo que nos da una sensación de relevancia, satisfacción personal y cambio positivo. Nos abren las puertas a sentir que tenemos un impacto al exponer de manera pública y virtual las cosas que hacemos.

Además, en términos de reactivación económica facilita la economía de manera local, otorgándole a las y los emprendedores la oportunidad de darse a conocer con presupuestos sumamente bajos y accesibles. Presenta una oportunidad de negocio sin precedente de poder realizar ventas a un público masivo y personalizado con una inversión mínima. Resulta absurdo para alguien que tenga un producto o servicio pretender surgir y crecer sin apoyarse de algo tan simple como un perfil en plataformas virtuales.

De igual manera, se puede considerar en una proporción más abstracta lo que implicaría para un ser naturalmente social cerrar los canales de comunicación principales en la sociedad híbrida actual. Los efectos que esto tendría para la salud mental y las implicaciones de aislamiento que conlleva, sumando además, la desactualización de experiencias y conocimientos de acciones que nacen y viven de forma exclusiva en ambientes digitales, no serían del todo positivos.

Incluso si se prefiriera existir de manera más aislada, no se puede refutar lo obsoleto que quedaría el panorama de perspectivas globales y locales sin la cantidad de información que se absorbe en tiempo real por medio de las redes. Calcular cómo esto afectaría a su vez las decisiones de alguien que busca de tener un impacto, por más mínimo que sea a partir de su existencia, también resulta conflictivo.

La premisa en cuestión es bastante simple. Si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para escucharlo, ¿hace ruido? Asimismo, si nos comunicamos pero nadie nos escucha, ¿es suficiente? La única pregunta válida al final de la reflexión es que, en definitiva, las redes sociales pueden percibirse de manera errónea como opcionales, ¿pero a qué costo?

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