Abanderada de la enseñanza humanista, la UCR promete formar profesionales con compromiso social y excelencia académica. Sin embargo, dicha excelencia suele estar atravesada por estrés, ansiedad, frustración y un alto malestar psicológico que ha llevado a muchas personas a considerar la decisión de quitarse la vida.
Estos datos no se encuentran en un informe oficial. Surgen de los testimonios de estudiantes y personal que se acercan para externar su dolor y preocupación frente a la ausencia de acciones oportunas. Basta con leer el grupo recientemente creado en Facebook, llamado “Experiencias Virtuales UCR” El dolor, la desesperanza y desgaste emocional se muestran en cada testimonio compartido, lo cual evidencia que la afectación de la salud mental ha estado presente en la comunidad universitaria durante mucho tiempo, y que se agravó tras el inicio de la pandemia por COVID-19, vislumbrando múltiples situaciones que han sido históricamente normalizadas en nombre de la excelencia académica.
Muchos dirán que esto se trata de un berrinche, una chineasón o de mediocridad porque en otros tiempos nadie se quejaba, porque se iba a estudiar y no se exigían gustos; pero ¿desde cuándo la salud mental es un lujo? ¿Por qué se ha vuelto necesario exigir que se visibilice y abogue por una dimensión tan fundamental del ser humano sin la cual no funcionamos?
Hoy en día la evidencia científica respalda las consecuencias de la sobrecarga académica y laboral, así como la relación existente entre el estrés académico y la ideación suicida en estudiantes y personal universitario. Durante muchos años se ha luchado por una respuesta institucional oportuna y realista frente al declive biopsicosocial de sus estudiantes y personal, y dado que nos enfrentamos a una crisis de salud mental nunca antes vista en la UCR, este último mes ha presentado una serie de iniciativas de diversas carreras para mejorar la salud mental de la comunidad universitaria.
Al día de hoy, no se ha presentado la respuesta deseada. Los días pasan y aumentan los suicidios y crisis emocionales, así como el descontento estudiantil. No responder de manera oportuna, realista e inmediata a esta problemática en crecimiento es un acto insensato que atenta contra los principios humanistas que tanto se defienden.
La vida de las personas que conforman la comunidad universitaria no puede ser un trámite más que toma meses en responderse. No puede existir burocracia ni plazos de tiempo de respuesta cuando hablamos de personas que presentan un profundo dolor y malestar, y muchas que cada día consideran quitarse la vida.
La educación virtual ha afectado profundamente la calidad de la educación recibida y la motivación. Se afecta el intercambio de conocimientos y aprendizajes entre estudiantes y docentes, dado que las interacciones se dan a través de una pantalla. Cada día observamos a docentes intentando crear un espacio de aprendizaje virtual llamativo, pero la realidad es que ellas y ellos también están cansados.
La virtualidad también es una cuestión de privilegio: afecta a estudiantes que no tienen un espacio adecuado para conectarse a las lecciones y que deben incurrir en gastos que alteran su economía. También, estudiantes que dependían de la comida que consumían en la universidad y de recursos como computadoras y bibliotecas, o bien, que necesitan el espacio y experiencia física de la universidad porque su hogar se vuelve abrumador. Debemos salir de la posición de privilegio y entender que la educación virtual no es para todas las personas, y que la presencialidad es urgente.
En un contexto tan convulso como el que estamos atravesando a nivel país por COVID-19, sabemos que es complicado responder a todas las problemáticas que se han desarrollado o agravado. Reconozco los esfuerzos de parte de profesionales y estudiantes que intentamos que la situación mejore, pero lo cierto es que luchamos contra una estructura rígida y burocrática, y con la falta de recursos. Actualmente las listas de espera para recibir ayuda psicológica en la universidad están colapsadas, ya que se cuenta únicamente con 5 profesionales de Psicología que atienden una demanda de casos exorbitante, aunado a que el Centro de Atención Psicológica (CAP) se encuentra cerrado desde el inicio de la pandemia.
No importa que nos llamen “generación de cristal” a quienes decidimos alzar la voz: la salud mental no puede ser un privilegio de pocas personas, sino un derecho de todas. No podemos seguir manteniendo y normalizando un estilo de educación que busca el éxito sin importar el declive físico y mental, en el que las personas son percibidas como máquinas que no tienen derecho al descanso y a la escucha.
La salud mental no se promueve con encuestas, pronunciamientos vacíos o pasajeros, ni con recomendaciones banales, porque el autocuidado no es solo hacer ejercicio, comer bien y pensar positivo, como suelen decir. Autocuidado también es poder decir “no” y establecer límites, pero en la UCR esto se vuelve una utopía con muchos docentes que niegan la importancia de la salud mental, y con un sistema educativo que obliga al estudiante y docente a manejar una carga académica-laboral inhumana.
La salud mental se promueve con medidas realistas que contemplen la subjetividad, con docentes con mayor empatía que vean a sus estudiantes más allá de lo académico, con flexibilidad en las asignaciones y plazos de entregas, con espacios para el descanso y la escucha, con mayores servicios de atención psicológica, con un mejor acceso a la información sobre salud mental, con la implementación de cursos o talleres sobre salud mental obligatorios para todas las carreras; y entre tantas otras acciones, la más importante es y será: que nos escuchen cuando pedimos ayuda.
La excelencia académica que caracteriza a una institución no sirve de mucho si sus estudiantes y personal se encuentran asfixiados emocionalmente, y si se hacen ojos ciegos ante una grave realidad que va en aumento.
¿Cuántas vidas más se necesitan perder para reaccionar?
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