El mundo pasó, a partir de la imprenta de Gutenberg; allá por el año 1440, por una gran revolución del conocimiento —le llamamos el Renacimiento— que es cuando el conocimiento matemático, científico, filosófico, y lingüístico, empieza a distribuirse por el mundo occidental. A partir de ahí grandes maestros como Da Vinci, Descartes, Galileo y muchos otros generan una revolución de ideas innovadoras, muchas de ellas sin llegar a probarse, pues la mente llegaba mucho más lejos que la tecnología disponible a estos grandes pensadores. Y aún así, sus creaciones aún nos conmueven, inspiran y guían 400 y 500 años después.
Entre 1750 y 1810 se da la primera revolución industrial, cuyas tecnologías principales —la mecanización a partir de la maquina de vapor, y la máquina de coser— nos acarrearían, en términos de productividad, especialización del trabajo, y formas de vida —rural vs. urbana— hasta 1870. En la siguiente década y media, el mundo daría un salto maravilloso de la mano de grandes emprendedores como Graham Bell, Edison y Tesla; Brayton, Daimler y Maybach, e iniciarían la maravillosa segunda revolución industrial y del conocimiento, con la introducción comercial de la electricidad, las telecomunicaciones, y el motor de combustión interna que en los siguientes cien años dominarían la producción global e impulsarían enormes saltos en transporte, aviación, navegación, logística, información y darían nuevo impulso a la producción, máxime cuando en la primera década del Siglo XX, Ford desplegara su línea de ensamblaje y reorganizara la forma como se daría la producción fabril a partir de entonces. Esta revolución industrial es complementada por una maravillosa revolución del conocimiento impulsada por grandes filósofos y científicos como De Chardin, Curie y Einstein. Y el Siglo XX explotó en términos de especialización, organización de la producción, integración y expansión de las telecomunicaciones; la era espacial y la revolución verde, resultante en buena parte de la industria petroquímica que se desarrolló para proveer energía a los motores del Siglo XX.
Cien años después, entre 1970 y 2008, el mundo pasa una nueva revolución industrial, la tercera según la definición de Schwab en Davos; impulsada principalmente por la computadora personal, la expansión de las telecomunicaciones inalámbricas y satelitales, la miniaturización del microprocesador, que da pie al inicio de la era de la informática; la primera etapa de la revolución genética, y por supuesto, la Internet. Aunque claramente la Internet ahora ha alcanzado otro nivel, ya en 1975 era posible sostener conversaciones, enviar información y hasta jugar “invasores espaciales” entre estudiantes de las universidades de Nueva Inglaterra. Esta fue una suerte de revolución intermedia, colapsada por una gran crisis financiera y económica en 2008 y 2009 que generó un cambio radical en el desarrollo y aplicación de la informática y dio pie a la cuarta revolución industrial. Nótese que esta última solo dura de 1970 a 2008, menos de 40 años. Como las anteriores, esta tercera revolución industrial reorganizó la producción, dando pie a una explosión de empresas y cadenas de valor multinacionales, que terminaron de convertir el mundo, en palabras de Friedman, en un mundo plano, con fronteras que se empiezan a borrar, con un grado de integración logística, productiva y comercial que llevan la creciente globalización a un punto altísimo, obligándonos a todos a competir con productos y servicios de cualquier parte del mundo. Un gran catalizador de esta revolución es que se cerró la brecha entre oriente y occidente, y ha permitido a las emergentes potencias asiáticas: Japón, Corea del Sur, China y más recientemente India; a obligarnos a todos a repensar cómo producir y como competir en cada mercado del planeta.
Y a partir de entonces, el mundo de la tecnología aplicada realmente explotó. Esta cuarta revolución nos ha traído la revolución de la digitalización: la telefonía inteligente, Internet de las cosas —microprocesadores diminutos en cualquier objeto que, por su medio, interactúa con el ambiente— robótica, automatización, desmaterialización de las transacciones económicas, vehículos autónomos, nuevas fuentes de energía, big data, machine learning —términos para los que ni siquiera tenemos traducción adecuada— servicios en “la nube”, drones, impresión 3D, el mundo de las Apps y Crispr —que equivale más o menos a jugar con el barro de la creación, si lo pusiéramos en términos bíblicos—; y que nos acerca cada día a la computación cuántica y la inteligencia artificial independiente; con todo lo cual se ha alcanzado una revolución de conocimiento, en la organización de la producción y de los activos globales. Gates, Jobs, Bezos, Musk, Venter y muchos otros han impulsado estos maravillosos cambios que nos entregan una reorganización total de la producción, de las organizaciones, y nos entregan la economía colaborativa, la agricultura de precisión y en ambientes controlados, las empresas de crecimiento exponencial y una dinámica económica que puede generar enormes beneficios para todos, pero también significa grandes amenazas, como la concentración de la riqueza y el poder.
Aquí suspendo esta abreviadísima y simplificada historia de las revoluciones industriales. Sé que faltan cientos de nombres de pensadores, filósofos, científicos, empresarios y hasta gobernantes; de tecnologías y elementos importantes, pero que no creo indispensable mencionar y honrar para lo que quiero decir sobre el futuro y la conectividad.
Cuatro cosas hay que aprender —como mínimo— de la historia anterior:
- Las revoluciones que reorganizan la producción, las organizaciones, la sociedad y la riqueza se suceden cada vez más rápido y con más niveles de innovación a corto plazo.
- Las oportunidades que generan estas revoluciones, por su impacto en la productividad global, para enriquecer e incluir efectivamente a las grandes mayorías del planeta son enormes
- Las amenazas que generan también son considerables y —nos guste o no—, su impacto depende de cuánto hayamos preparado nuestra población e infraestructura para acogerlas y aprovecharlas
- Nadie se salva de su impacto, porque de verdad el mundo se hizo plano y sin fronteras relevantes, pues cada vez más la producción, la tecnología, el conocimiento, el capital y el comercio se darán en la nube, de manera inmaterial, donde no importan las banderas y fronteras, sino la conectividad y el acceso seguro.
Entonces, si esto es así, nuestro país —y todos los del mundo— necesitan fuentes de energía limpia y abundante; una sociedad en que cada persona tenga los conocimientos, destrezas y actitudes para sacar pleno provecho de esta futurista —pero ocurriendo en tiempo real a todo nuestro alrededor— realidad. O sea, requeríamos desde hace años de una profunda reforma educativa que, desafortunadamente, no hemos abordado con seriedad.
Y necesitamos conectividad ubicua, de banda ancha —anchísima, un “giga” no estaría mal—; simétrica —en su capacidad de bajar y subir información de la red global—; que le permita a toda nuestra población participar como iguales —al menos en términos de acceso— en esa nueva realidad de la cuarta revolución industrial.
Y está claro que no la tenemos ni estamos cerca de tenerla. No porque no tengamos la capacidad técnica o la necesidad urgente de contar con ella; sino porque nuestras autoridades en este campo simplemente no han entendido lo que nos estamos jugando. El rezago, en un mundo que como vimos se ha acelerado y se sigue acelerando, generará brechas cada vez más difíciles de cerrar.
En esta situación, arreglar lo que se compra con dinero —las inversiones en fibra óptica, redes inalámbricas, y la conectividad final de cada casa, centro educativo, empresa e institución— es la parte fácil y es una inversión que se pagará sola y muchas veces. La parte más difícil será movilizar a la clase política a hacer lo que les corresponde: permitir inversión privada al lado de la pública para cerrar la brecha rápidamente; impulsar una reforma educativa que requiere de grandes cambios en procesos, capital humano, infraestructura, tecnologías y enfoques; y modernizar las funciones del Estado para que no obstaculicen el salto enorme que dará el país a partir de las nuevas oportunidades. Nos debe preocupar, si no me creen, piensen en UBER.
Pero parecemos incapaces de hacer aún de hacer la parte fácil, porque nuestra “mentalidad estatista” le da enorme poder a organizaciones como ARESEP, SUTEL (y FONATEL) y al ICE y RACSA, que aparte de pobre visión, están más preocupadas por la distribución de poder entre ellas y su necesidad de controlar y manejar, que por el futuro del país. Una vez que empiecen los cambios en funciones y cadenas de valor, el gobierno seguramente protegerá el pasado en vez de soñar con el futuro y, así, nos condenará al rezago.
Es hora de soltar todas las amarras y desplegar todas las velas. Es hora de impulsar tres grandes cambios en el país: la revolución de la energía, la revolución de la conectividad y la gran reforma educativa del Bicentenario. Avancemos con paso firme hacia el futuro.
La alternativa es seguirnos rezagando más y más, apuntándole; como parecemos estar haciendo, al promedio de América Latina; en vez de apuntarle al tercio superior de OCDE en términos de la nación que soñamos ser.
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