La desconfianza es, en mi opinión, lo que más daño le hace al avance de una sociedad hacia su verdadero desarrollo. Cuando la confianza entre los miembros de una sociedad es baja, todos los costos de transacción aumentan, y por consecuencia todo se hace más difícil. En una sociedad sin confianza la inversión sufre, y con ella la innovación, la generación de empleos y el crecimiento de la productividad. La desconfianza afecta también las relaciones entre grupos de interés e instituciones y así se pierde la gobernanza, se hace difícil la aprobación de leyes, y se dificulta la ejecución de programas y proyectos necesarios para el progreso.

De acuerdo con las encuestas de confianza que año tras año realiza Latinobarómetro, los costarricenses hoy desconfiamos de todo: de nuestros conciudadanos, de las instituciones, del Poder Ejecutivo, del Poder Judicial, del Poder Legislativo, de las empresas, de los bancos, de los sindicatos… Las únicas organizaciones en que más de la mitad de la población del país confiaba, cuando se celebró la última de dichas encuestas, eran el Tribunal Supremo de Elecciones, la Iglesia, los bomberos, y los medios de comunicación. Y apenas tenían más del 50% de confianza de la ciudadanía y no números verdaderamente altos.

Hay quienes afirman que las redes sociales son en buena parte culpables de esta situación, pues a través de ellas se difunden noticias falsas, opiniones sin sustento, opiniones tendenciosas, y hasta buena información malinterpretada por supuestos expertos; lo que termina de destruir la poca confianza que nos quedaba.

No es extraño ver, en nuestro medio, cualquier noticia convertirse casi inmediatamente en una acusación de “chorizo”, de conflicto de interés, de tráfico de influencias o de corrupción organizada por parte del gobierno, los empresarios, los líderes sindicales o cualquiera otra persona que se atreva a asomar la cabeza con una propuesta de cualquier cosa.

Según nuestra cultura vigente son potenciales “choriceros”: el presidente, la primera dama, y las y los ministros, diputados, alcaldes y regidores, jueces, fiscales, grandes empresarios, banqueros, líderes sindicales, presidentes de las entidades autónomas, rectores de las universidades públicas, dirigentes empresariales y sindicales, y precandidatos a la presidencia del país. Los costarricenses nos sentimos atrapados en una enorme fábrica del mentado embutido en que todo el que proponga algo debe tener —cuando menos— un interés oculto y muy particular, o no se estaría metiendo a gestionar ningún cambio.

Aunque reconozco que hay algunos corruptos y conflictos de interés en ese grupo, la verdad es bastante diferente. Tenemos mucha gente buena y bien intencionada, pensando en el bien común, en el desarrollo sostenible y en la equidad de oportunidades; en la proyección de nuestro país hacia un mejor futuro. Lo que no tenemos es transparencia en las instituciones, en los procesos de decisión y en la ejecución de los programas y proyectos y, dadas las malas experiencias, suponemos siempre lo peor y llevamos el país a un eterno “nadadito de perro” en su avance al futuro. Pero es que, como decía la abuela, “el que se quema con leche, hasta la cuajada sopla”.

Lo que buscamos entonces es un nivel de transparencia que le permita a todos los interesados en cualquier decisión o proceso público ver con claridad las decisiones que se han tomado, quiénes las han tomado y quiénes y cómo las ejecutarán. No estaría nada mal tampoco que las empresas privadas y sus organizaciones de representación, así como las organizaciones laborales, ofrecieran también alta transparencia hacia sus públicos de interés, en un esfuerzo por reconstruir la confianza perdida en nuestro maltrecho país.

Hoy existen marcos conceptuales organizados para lograr lo anterior en buenas prácticas de gobernanza del Banco Mundial, de la OCDE, del Consejo Mundial Empresarial para el Desarrollo Sostenible (WBCSD, por sus siglas en inglés), del Global Reporting Inititiave (GRI), así como índices internacionales que miden la percepción de corrupción en los países, en que Costa Rica ocupa la posición 42 entre 180 naciones, con una calificación de 57 sobre 100 puntos posibles; tercero en América Latina atrás de Uruguay (21), y Chile (25). Pero más que estructuras conceptuales, lo que se necesita es voluntad, un cambio de actitud de nuestros líderes públicos y privados, de moverse decididamente hacia la transparencia.

En estos momentos existen excelentes oportunidades para empezar a transparentar nuestra realidad. Por ejemplo, en la condonación de créditos a los arroceros por parte del Sistema de Banca para el Desarrollo, se puede dar total transparencia a quiénes propusieron la iniciativa al Poder Legislativo, quiénes cabildearon en un sentido u otro, quiénes a nivel de comisión y proceso legislativo la votaron en uno u otro sentido, quiénes serán los beneficiarios y en que monto y proporción del total. Así podremos ver con claridad total quiénes participaron —si es que alguien— en conflicto de interés, quiénes votaron en un sentido u otro, y quiénes en última instancia serán los beneficiarios de la nueva ley.

Algo similar se puede hacer con la estructura de costos del ICE, RECOPE, AyA, JAPDEVA, etc. Dentro de estas estructuras de costos, se puede dar transparencia también a cuánto representan los beneficios laborales, bonos, anualidades y pluses de sus empleados; cómo ha cambiado la productividad, quiénes han tomado las decisiones sobre tarifas y cómo se relacionan, ahora y en su pasado laboral, con las instituciones sobre las que actúan. Es imperativo también publicar las convenciones colectivas de todas las instituciones públicas, con el fin de que todos conozcamos la realidad del empleo público en el país.

Sería ideal para la transparencia publicar cómo nos comparamos en cada área relevante de costos, empleo, productividad, y calidad con las naciones de OCDE, que en lo sucesivo serán nuestro marco de referencia más relevante. Por el momento, de lo que se ha publicado, estamos entre los últimos de OCDE en casi todas estas categorías, pero esto no nos debe sorprender, pues somos la última nación en incorporarse en esta organización que agrupa las naciones más desarrolladas del planeta.

Hay muchas oportunidades de mejorar la transparencia. En esto, la institucionalidad pública de control —Contraloría, Defensoría, etc.— y organizaciones privadas sin fin de lucro son esenciales, para traer vocación, conocimiento e innovación al proceso de transparencia que se debiera desplegar a nivel nacional.

En Costa Rica vivimos —y me incluyo— con la sensación de que hay una permanente negociación “bajo la mesa” entre grupos de interés y sus aliados en diversas instancias públicas.

Por ejemplo, en la protección de los subsidios del arroz, se percibe una constante “mancuerna” entre empresarios del sector, el Ministerio de Agricultura, el CNP, Conarroz e instituciones privadas del sector, que impiden hacer los cambios que beneficiarían a cinco millones de costarricenses en vez de sacrificarlos a todos ellos para beneficiar a unos 50 empresarios arroceros que, sin embargo, logran manipular el sistema en su favor. Con solo publicar con claridad quiénes son los productores de arroz del país, cuánto produce cada uno, cuánto crédito y de quién lo reciben, quiénes toman las decisiones de financiarlos con subsidio, y quiénes gestionan su protección comercial y aduanera, quedaría muy claro que existen —cuando menos y en el mejor de los casos— una pésima política de Estado y —en el peor de los casos— enormes beneficios injustificables, gestionados al amparo de claros conflictos de interés.

Y así como este caso, en que tanto actores públicos como privados traicionan nuestra confianza para servirse recursos de todos los costarricenses, existen muchos que poco a poco han destruido -con toda razón- la confianza en el país.

Hoy nos encontramos en una encrucijada complejísima. Con algo de suerte y trabajo empezamos a salir de una profunda recesión, con un déficit fiscal y deuda pública en niveles agobiantes, que restan muchos grados de libertad en cuanto a las políticas y procesos por medio de los cuales debemos retomar el camino al desarrollo. Necesitamos atraer inversiones de nacionales y extranjeros; necesitamos inversión pública por medio de alianzas público-privadas, pues el Estado por un buen tiempo estará muy limitado; necesitamos reducir los costos de nuestra burocracia y aumentar la productividad de todos los procesos públicos y privados en el país. Necesitamos por una década crecer arriba de 5% anual y, para hacerlo, es indispensable que haya visión común del futuro, gobernanza, inversión, innovación y crecimiento de la productividad.

Y nada de esto va a ocurrir en un ambiente de opacidad y desconfianza.

Es hora de dar prioridad total al tema de la transparencia; de denunciar públicamente a quienes se le opongan, de crear instrumentos y procesos para que sea factible alcanzarla en todos los estamentos de la sociedad, y de estar dispuestos a sancionar a quienes no la ejerzan.

Los costos de transacción que resultan de nuestra actual opacidad y del terrible resultado de premiar a quienes están en claro conflicto de interés y a aquellos que transan bajo la mesa y trafican influencias; de permitir un manto de protección a los corruptos; son lo que causa nuestro estancamiento actual como sociedad.

Exijamos transparencia y, establecida ésta, demos vuelo a nuestra capacidad de soñarnos diferentes y de volver a ser la nación ejemplar que hemos sido en largos períodos de nuestra historia. En nosotros reside la oportunidad de —una vez más— apuntar a las estrellas; o de aceptar que, en las condiciones actuales, estamos más bien apuntando a ser una nación promedio de nuestra rezagada región.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.