Hay tres principios que comparten todas las personas que han sobrevivido a situaciones de vida o muerte: mantenerse optimistas, tener claridad de las prioridades en la toma de decisiones, y ejercer la creatividad. En la actualidad nacional diría que ellas también son esenciales.

El optimismo es indispensable para creer que el año entrante puede ser mejor que este, o que este puede ser mejor que el anterior. Si fuéramos capaces de creerlo y persuadir a nuestros allegados de esta creencia, sería más probable que hiciéramos hoy lo que debe hacerse para que aquello sea realidad.

La claridad en las prioridades es fundamental, sobre todo en un año electoral con la complejidad de encontrarnos en una pandemia. Quizás signifique que la campaña será digital —para bien o para mal— y además significa que será un reto inconmensurable la veracidad de la información que circule. Deberíamos acordar, al menos socialmente, que crear y compartir información falsa es un acto ruin de perversa bajeza. Será fundamental, este año, que sepamos distinguir la popularidad de los candidatos presidenciales (es triste que por ahora ninguna mujer se haya manifestado como aspirante a la jefatura del estado) de las agendas que se planteen. Lo hemos dicho semanas atrás: este año nos jugamos la década y no tenemos margen de error.

Luego, la creatividad nos exige pensar afuera de la caja, y casi todo —por no decir que todo— lo que se lee y se escucha continúa muy vinculado a la caja presente y conocida. Al respecto, me encantaría colaborar en la organización de actividades comunales, presenciales o virtuales, para desarrollar la destreza de pensar fuera de la caja.

En general, una herramienta que recomiendo para analizar la viabilidad de las muchas ideas que nutrirán las múltiples agendas de gobierno es la medida en la cual una política pública impacte a la población meta. Por ejemplo, una política pública en transporte debe impactar lo más posible a la mitad más vulnerable, que son las personas que no tienen más alternativa que andar en bus público. Si impactamos lo más posible a esa población, sucederían al menos dos efectos: ese grupo de población avanzaría más que el resto; y la otra mitad también se vería beneficiada de un mejor transporte público masivo de personas que promueva mayor equidad y bienestar para la nación.

Otra herramienta que sugiero es la de analizar quién diseña la política y quién es el usuario final. Si volvemos al ejemplo del transporte, es altamente probable que los analistas, investigadores, cabilderos, asesores, negociadores y legisladores que promueven una política pública en transporte público no sean pasajeros habituales de autobús público. Mejor dicho: sería bueno que, en un afán de desarrollar autenticidad y crecer un poco en autoridad moral, esa larga lista de agentes políticos use los servicios que quieren mejorar. Así, tendrán un mayor sentido de urgencia y también mejores insumos como experiencia del usuario.

Finalmente, en las ideas contenidas en esas agendas aspiracionales de gobierno debe haber claridad acerca del propósito de cada una y, por ende, de quienes aspiran a puestos de elección popular. Debemos ser capaces, como ciudadanía, de identificar las ideas, las agendas y los aspirantes que persiguen una agenda de bienestar que tenga la ambición de incluir a toda la nación costarricense en sus esfuerzos y beneficiarnos lo más posible. Sobre todo, lo que debemos buscar en ellos es su vocación e intencionalidad de robustecer a las poblaciones más vulnerables de Costa Rica. Sospecharía de planes de ideas que no prioricen a los más vulnerables, a los usuarios de servicios y la promoción del bienestar en general, y también de sus proponentes.

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