Decía un profesor en mis días de aulas universitarias en Ciencias Políticas, que las utopías nos impulsan a mejorar, nos ayudan a avanzar poco a poco hacia mejores condiciones sociales y que estos escritos que teníamos que leer para un examen, nos ayudaban a entender nuestra realidad actual. Pues las distopías, aquellos cuentos que nos muestran una sociedad contraria a la ideal, cumplen también una función y deben ayudarnos a no retroceder, a mantener presente que nuestros derechos nunca están garantizados y que la protección de los mismos, es y seguirá siendo una lucha constante.

Con esto en mente se me ocurrió que una manera de explicar la importancia de la autonomía universitaria, es por medio de una distopía. Aquella que nos muestre adónde no queremos llegar nunca y nos permita dimensionar las discusiones que nos presenta el contexto actual.

¿Qué mejor manera que imaginándonos la educación pública dentro de la República de Gilead? País ficticio dentro del libro de Margaret Atwood, “El cuento de la criada” (por su traducción al español). Una distopía que cuenta la historia de la República de Gilead, en la que reina una dictadura puritana que se guía estrictamente por el viejo testamento.

Así que imaginémonos en esta República simulada, un país liderado por el fanatismo religioso, en el cual las mujeres no tienen ningún derecho (son simples máquinas para la reproducción, violadas e intercambiadas como cosas), con el viejo testamento como única fuente de conocimiento para cualquier centro de enseñanza,  donde aquel contenido que contradiga el mandato religioso es censurado, las y los niños separados/as de sus familias para criarse dentro de los “valores” fundamentales de Gilead, etc.

Bueno en este escenario ¿qué pasaría con las Universidades Públicas? Claramente no existiría la autonomía universitaria, todo lo manejaría el poder público, las mujeres no existirían en este escenario, los nombramientos de cualquier docente estarían controlados por la dictadura, la enseñanza tendría que basarse en los textos bíblicos, los laboratorios no existirían más que para proteger los intereses de quienes estén en el poder, las Ciencias Sociales no tendrían cabida y cualquier cuestionamiento al régimen sería inadmisible.

Me dirán que exagero, que no llegaremos ahí, sin embargo, Magaret Atwood la autora de este cuento, ha mencionado en varias entrevistas que para escribir este libro se basó en cosas que han pasado históricamente en diferentes países. Los robos de bebés en las dictaduras, la utilización de las mujeres como objetos de placer sexual para aquellos “valientes” hombres peleando en guerras, centros educativos que niegan la evolución y se basan en la Biblia para explicar la creación del mundo,  los avances científicos perpetuados como teorías conspirativas para ejercer control, todo esto y mucho más, ha sido y es parte de nuestra realidad.

¿Así que en perspectiva no parecemos estar tan lejos de Gilead verdad? Hago esta reflexión para dar a entender que la autonomía universitaria no es un concepto vacío que nada más se incorpora a un discurso en una defensa a ultranza de cualquier tema que tenga que ver con la Educación Superior. Sino que, se basa en la importancia de la generación de un conocimiento libre de la injerencia de los intereses de los poderes públicos, la religión o aquellas negociaciones que nublen la agenda política del momento. La innovación, el avance científico, el progreso cultural y artístico, las discusiones de nuestra realidad social, el aprendizaje de nuestra historia, no puede pasar, ni limitarse a las ideas de quienes cada cuatro años (o más) ejercen su poder sobre este país.

¿Qué pasa por ejemplo, cuando un requisito para ser docente en una Universidad Pública es pertenecer a cierta ideología o religión, ahí si se violenta la autonomía universitaria?  ¿O cuando hacer una crítica al gobierno es una causal de despido? ¿Ahora si hay que salir a las calles? Me hago estos cuestionamientos,  porque no logro responder cuál es el límite de lo que estamos dispuestas/os a permitir. Tenemos frente a nuestras narices el expediente N.° 21.336, “Ley Marco del Empleo Público”, proyecto que obliga a las Universidades Públicas a adecuarse a los mandatos del Poder Ejecutivo, que se establece como ente rector del empleo público y cuya dirección será elegida por el gobierno de turno.

Menciona entre otras cosas este proyecto, sin pretender ser exhaustiva en su análisis,  en su artículo número 6, inciso e),  dar a este ente la potestad de establecer cómo se evaluará el desempeño docente. Otorga también a este misma institución la potestad de emitir lineamientos a los diferentes subregímenes de empleo público (dentro de estos las universidades públicas) sobre la organización y planificación de su trabajo. Generando, según su artículo 16 "(…) instrumentos para la clasificación de los puestos y la definición de perfiles de idoneidad por competencias".

Incluso el reclutamiento y selección de sus trabajadores/as, las universidades deberán someterlo a los lineamientos generales establecidos por el ente rector, según el artículo 17 de este proyecto de ley. Así como determinación de las causales de desvinculación de cualquier funcionario, como se establece en el artículo 24 de este texto.

¿Esto qué quiere decir? Que no se trata de salarios, como muy convenientemente han mostrado a la prensa quienes impulsan estas reformas; sino que, las condiciones de los nombramientos docentes, su evaluación de desempeño, sus despidos y sus asensos, están supeditados a un órgano dirigido por una persona ostentando un puesto meramente político. Si esto no violenta la autonomía universitaria, establecida por la Constitución Política en su artículo 84 ¿cuándo llegaremos a hablar de la violación a este principio?

Porque claro está, el concepto de autonomía universitaria parece estar perdido dentro del discurso de quienes reclaman por control y subordinación. Así que no queda mal recordar lo establecido  la Resolución de la Sala Constitucional No. 01313-1993, del 26 de marzo de 1993:

(…) las Universidades del Estado están dotadas de independencia para el desempeño de sus funciones y de plena capacidad jurídica para adquirir derechos y contraer obligaciones, así como para darse su organización y gobierno propios. Esa autonomía, que ha sido clasificada como especial, es completa y por ésto, distinta de la del resto de los entes descentralizados en nuestro ordenamiento jurídico (regulados principalmente en otra parte de la Carta Política: artículos 188 y 190), y significa, para empezar con una parte de sus aspectos más importantes, que aquéllas están fuera de la dirección del Poder Ejecutivo y de su jerarquía, que cuentan con todas las facultades y poderes administrativos necesarios para llevar adelante el fin especial que legítimamente se les ha encomendado; que pueden autodeterminarse, en el sentido de que están posibilitadas para establecer sus planes, programas, presupuestos, organización interna y estructurar su gobierno propio.”

Y la Sala Constitucional no termina su argumentación con esta definición, que aclara el contenido de aquella intención del constituyente, sino que, va más allá y plasma en su voto la finalidad e importancia de este principio.

La autonomía universitaria tiene como principal finalidad, procurar al ente todas las condiciones jurídicas necesarias para que lleve a cabo con independencia su misión de cultura y educación superiores. En este sentido la Universidad no es una simple institución de enseñanza (la enseñanza ya fue definida como libertad fundamental en nuestro voto número 3559-92), pues a ella corresponde la función compleja, integrante de su naturaleza, de realizar y profundizar la investigación científica, cultivar las artes y las letras en su máxima expresión, analizar y criticar, con objetividad, conocimiento y racionalidad elevados, la realidad social, cultural, política y económica de su pueblo y el mundo, proponer soluciones a los grandes problemas y por ello en el caso de los países subdesarrollados, o poco desarrollados, como el nuestro, servir de impulsora a ideas y acciones para alcanzar el desarrollo en todos los niveles (espiritual, científico y material) (…).”

Además vale la extensión de este texto mencionar, para así evitar caer en discusiones ideológicas o dogmáticas, como se ha hecho muchas veces;  que la Sala Constitucional cierra su “Significación del concepto de autonomía” en este mismo voto Nº 01313 – 1993, sentenciando el porqué de nuestra defensa tan aguerrida a este principio.

La anterior conceptuación no persigue agotar la totalidad de los elementos, pero de su contenido esencialmente se deduce -y es lo que se entiende que quiso y plasmó el Constituyente en la Ley Fundamental- que la universidad, como centro de pensamiento libre, debe y tiene que estar exenta de presiones o medidas de cualquier naturaleza que tiendan a impedirle cumplir, o atenten contra ese, su gran cometido.-"

La defensa de la autonomía universitaria es fundamental para cualquier sociedad que busque desarrollarse y evolucionar, si de verdad creen que pasa por defender el salario de un 0,7% de las y los profesionales de las Universidades, de verdad estamos en Gilead. Llegamos a esta distopía donde cualquier evidencia es relativa y nuestro presente nos encierra en una caja negra en la cual la historia no existe y el futuro está garantizado por nuestra fe.

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