Con toda seguridad, hacer gestión pública es una de las cosas más gratificantes que puede haber. La posibilidad de diseñar e impulsar políticas, a partir de unas convicciones teóricas e ideológicas, que van a traer mejoras en las condiciones de vida de los demás es un privilegio. Pero no es fácil. Creo que a todos los que nos ha correspondido hacerlo, coyunturalmente, basculamos entre la satisfacción y la frustración que también implica enfrentarse a una maraña de trámites y procesos que empantanan y retrasan las iniciativas.

Este febrero se cumplirán cuatro años desde que empezó a operar en Costa Rica la vigilancia electrónica (VE) como mecanismo de sanción. Desde 1980, unos 40 países han incorporado esta medida dentro de sus sistemas penales. Acorde con lo que recomienda la Organización de Naciones Unidas, aprovechar la revolución digital para humanizar el castigo, como en su día supuso el destierro de la tortura y el castigo físico para reemplazarlos por la privación de libertad, ha sido un avance incontestable.

Al hilo de las polémicas surgidas alrededor del contrato de los mecanismos de seguimiento electrónico, este es un buen momento para recordar cómo fue el proceso. El mérito de la VE no es de un gobierno, sino de varios, fue un acuerdo de Estado que empezó a gestarse durante la Administración Arias Sánchez —cuando se negoció con el BID un Programa para la Prevención de la Violencia— que se formalizó en la Administración Chinchilla Miranda —con la aprobación de un préstamo con la entidad financiera y la presentación de un proyecto de ley sobre VE que fue enriquecido gracias a la intervención de la Defensa Pública y los jueces de ejecución de la pena— y que se concretó en la Administración Solís Rivera —con la aprobación de la ley en 2014 y la puesta en marcha del sistema en 2017—.

Desafortunadamente, al ser una novedad hubo varios cabos sueltos y la ley no pudo aplicarse de inmediato porque en principio se creyó que el BID la financiaría, sin embargo, para 2016, los fondos que se ofrecieron para un plan piloto fueron insuficientes. Se hizo un concurso internacional y la oferta de la empresa ganadora doblaba las expectativas del Ministerio de Justicia. Por ello, con una ley vigente que no se estaba aplicando (que es la negación misma del Estado de Derecho, y cuya gravedad tengo la sensación de que a veces no se lograr aquilatar lo suficiente) y el tiempo en contra, porque solo quedaban 2 años de nuestro periodo, se tomó una decisión: utilizar el dinero del BID para ampliar la cárcel modelo que se estaba construyendo en Alajuela —y que entró a operar en 2018— y abrir un concurso entre empresas públicas que se cubriría con presupuesto propio. Se hicieron todas las gestiones ante la Contraloría General de la República para garantizar la viabilidad de este camino. La entidad que ganó el concurso fue elegida por una comisión de siete personas, casi todas funcionarias de carrera de la institución, y en la que, por cierto, no participamos los dos cargos políticos del Ministerio de Justicia.

La VE ha sido un programa exitoso, se empezó con 150 monitoreados y hoy hay casi 2000, las tasas de reincidencia son bajísimas. Empero, en buena medida por una polémica, afeada incluso por el entonces ministro de la Presidencia, y abierta torpemente por la titular del Ministerio de Justicia que estuvo al inicio del actual gobierno —no sé si por capricho o por simple desconocimiento, porque nunca quedó claro— ha habido una especie de demonización alrededor del tema. Por supuesto, quién preste el servicio es una cuestión de la mayor importancia. Lo lógico habría sido que acabado el contrato con la actual proveedora se abriera, porque ha habido 4 años para prepararlo, un nuevo concurso internacional.

En cualquier caso, me preocupa que el acento de ciertos sectores y de algunos diputados desesperados por visibilidad en año electoral no esté en cómo fortalecer el programa sino en apuntar su artillería contra la ministra y contra el gobierno. La ley tiene vacíos —se presentó un proyecto en 2016 que debe ser aprobado por la Asamblea Legislativa— los perfiles deben precisarse, los procedimientos de verificación tienen que optimizarse –en estos dos aspectos el Poder Judicial, como pasa tan a menudo, no puede escurrir el bulto y debe implicarse también— y, por último, los recursos materiales de la Unidad de Monitoreo requieren ser fortalecidos. Los problemas que se han señalado hacen pensar menos en fallas de le tecnología y más en la capacidad operativa de la Dirección de Adaptación Social y eso no se arregla con teatralidad. No es lo mismo ocho técnicos para atender 150 sentenciados, que quince para 2000.

La VE facilita los procesos de inserción, es más económica que el encarcelamiento y reduce el riesgo de la reincidencia. Ese es el negocio de las tobilleras. Si tres gobiernos pudieron estar de acuerdo en que esto era bueno, hagamos un esfuerzo, por supuesto, sin renunciar a la obligación de rendir de cuentas, para que la voluntad de entendimiento prevalezca y podamos destacar también en la modernización del sistema penitenciario. Que un puñado de votos no sea la excusa para el postureo y para desenfocarnos sobre dónde están las verdaderas urgencias y las verdaderas oportunidades de mejora.

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