No es un número cabalístico para jugar en la lotería del próximo fin de semana; tampoco es la cifra mágica para alcanzar algún puntaje académico. Ni siquiera es el nombre de mi equipo de baloncesto favorito.

76 fue el número que me mandó al hospital.

Un año casi de trabajar en temas vinculados con el virus; invirtiendo cientos de horas en procedimientos, compras, trámites. Desarrollando nuevas reglas, enfrentando críticas de colegas que son muy buenos comentaristas de escritorio pero que jamás en su vida han puesto sus manos en los trámites o procedimientos propios de una emergencia nacional, no digamos una emergencia de carácter global como esta. Y uno empieza a sentirse heroico, especialmente esa noche en el aeropuerto cuando ves descender de avión el cargamento de vacunas, y sientes que todo el trabajo ha valido la pena.

Pero esa noche empezó la tos. Ahí en el aeropuerto una tos seca, necia. Se mantiene dos días más, incluso cuando tienes que acudir a la sesión de la Comisión de Hacendarios de la Asamblea Legislativa a apoyar la defensa del presupuesto para poder seguir comprando vacunas. Me revisa la doctora del trabajo y descarta el virus y más bien me autoriza a recibir la primera dosis de la vacuna.

Para el viernes ya estoy resignado a que tengo gripe: la tos viene ahora acompañada de mucha secreción nasal. Ese síntoma no es común en el virus así que no me preocupo demasiado, además hay posibilidades de que haya una reacción a la vacuna.

El sábado a mediodía comienzo a preparar el almuerzo como cada fin de semana. Al dejar caer en la olla una cebolla entera picada en aceite no percibo ningún aroma. ¡Perfecto he perdido el olfato! No hay nada más que hacer. De una vez procedo a aislarme en la casa, solo en un cuarto. La verdad no me siento tan mal.

El lunes buscar laboratorio para hacerme la prueba y confirmar el diagnóstico. Para el martes ya tengo orden sanitaria. Me siento ya un poco afectado y comienzo con algo de fiebre. El médico me remite instrucciones para iniciar un tratamiento básico. Para la tarde del martes estoy con mucha fiebre y dolor de cabeza, para el día siguiente llevo ya 48 horas con dolor de cabeza, de cuerpo y fiebre. Solo puedo dormir y hacer cosas muy básicas. Sudo a mares cada vez que duermo. El tratamiento me hace sentir bien solo por horas. El doctor cree que hay algo más y me ordena comprar un oxímetro para determinar como está mi capacidad respiratoria y si el virus ya comprometió el funcionamiento de los pulmones.

El jueves las lecturas del oxímetro no son buenas: marca 90 en el mejor de los casos, pero las lecturas más comunes dictan 86. El Doctor quiere que me vaya al hospital. Yo aún quiero esperar. Me llaman de la Caja del Seguro Social para el seguimiento del diagnóstico positivo. La doctora al teléfono escucha mis síntomas y recomienda mi hospitalización. Algo me detiene. No quiero internarme, quiero derrotar esto en mis términos.

Soy un iluso.

El viernes despierto sabiendo que ya no puedo más, no puedo respirar debidamente, no soporto el dolor de cabeza y estoy empapado en sudor por la fiebre. El oxímetro indica 76. He perdido casi la cuarta parte de mi capacidad de oxigenarme. El virus me está derrotando y me doy cuenta de que estoy peleando por mi vida. El número 76 es contundente: estoy perdiendo, y el marcador es 76 a 0.

Como puedo bajo las escaleras y llego a nuestro carro. Mi esposa me lleva lo más pronto que puede al Hospital México. En el momento que la guarda de seguridad nos deja pasar al parqueo (sin atrasar, con sentido de urgencia adecuado), el virus empieza a perder la batalla.

Llegamos a la “carpa Covid” un médico sale a recibirme con la silla de ruedas, con un altísimo sentido de humanidad ni siquiera se preocupa de que mi esposa haya dejado el carro mal parqueado (ya habrá tiempo para eso nos dice); pasamos, solo requiere mi número de cédula, cero preguntas innecesarias, cero burocracia: un examen rápido y de una vez que me lleven a la sala de urgencia. Este médico anónimo, vacunado en contra de la tramitomanía, no solo me deja en manos del personal de urgencia, se devuelve a hablar con mi esposa, a aclararle sus dudas, a darle un poco de tranquilidad en medio de todo este caos. No lo sabía en ese momento, pero esa muestra de ética y empatía me van a acompañar durante la próxima semana y probablemente sea tan importante como los medicamentos para salvar mi vida.

En la sala de urgencias de una vez me proporcionan oxígeno y empiezan a tomarme muestras de sangre. De nuevo la idea es empezar a atacar la enfermedad, así que los exámenes van acompañados de los primeros antibióticos. En todo momento la comunicación con el paciente es clara, amable y empática. Cerca de una hora en la Sala deja claro el diagnóstico: El virus me ha causado una neumonía bacteriana. Por eso el 76.

Pero el virus no sabe lo que le espera.

En cuanto es posible me suben al sexto piso (el piso Covid), salón 19, cama 19.06. Recuerdo pasar en la camilla rumbo al ascensor y ver a los guardas del hospital cerrando el paso para que nadie se acerque. Es un paciente Covid el que va en la camilla, y deben hacer un perímetro a mi alrededor para que nadie se acerque hasta que ingreso al ascensor.

En las siguientes 72 horas mi cuerpo es sometido a un bombardeo químico y biológico como nunca ha recibido. Antibióticos, antinflamatorios, esteroides, tratamientos para evitar coagulación, tratamiento para proteger el sistema digestivo y además de una vez inicie la terapia respiratoria. Es tan contundente el ataque que están dirigiendo en mi cuerpo que en un momento recupero el sentido del humor y evoco en mi mente aquella imagen de Coppola en Apocalipsis Now y me imagino a un Robert Duvall en mis bronquios diciendo: Amo el olor del antibiótico en la mañana… (y sí, estoy escuchando en mi mente la Cabalgata de las Valquirias).

El sábado (exactamente una semana después del síntoma definitivo) recupero el olfato y es un momento no solo de optimismo, sino que tal vez el único momento de lucidez completa de ese fin de semana. Es tanta la cantidad de medicinas, inyecciones y tratamientos que estoy recibiendo que el fin de semana lo paso en una especie de sopor en el que no quiero hacer nada más que dormir, y descansar, a pesar de los recordatorios de los médicos y las enfermeras que quieren verme haciendo la terapia respiratoria y ojalá volteándome en la cama para dormir boca abajo. Los entiendo, pero al menos hasta el domingo me siento como boxeador grogui.

Después de los tres días iniciales en el hospital, comienzo a tener conciencia de la enorme cantidad de gente que se preocupa por mí. De la familia, de compañeros de trabajo, de la comunidad Neocatecumenal. Mi esposa cada día me cuenta de todos los mensajes, de todas las oraciones que se elevan por mi salud, el teléfono a cada rato me permite saber de gente que está preocupada por mí y que reza o manda sus buenos deseos, o incluso se ofrece para hacernos mandados o traerme cosas al hospital. Me enternece mucho nuestro párroco de Santa Teresita, que llamó a mi esposa a decirle que todas las misas las está celebrando por mi salud. Uno queda mudo frente a tanta muestra de fe y amor por el prójimo.

La rutina salva. A partir del tercer día, la batalla pasa a mi cancha. Depende que yo cumpla con la rutina de la terapia de respiración. Depende de que yo cumpla con las instrucciones de acostarme todo lo que pueda boca abajo para que los pulmones se expandan. Los medicamentos siguen entrando, pero tienen un límite. Después todo depende de mí. El salón de hospital es un recordatorio permanente de lo que puede pasar si esto se agrava. En dos ocasiones veo los cuerpos de dos fallecidos pasar por el pasillo. No es un juego, no es una simple gripe. Es la vida la que se juega uno aquí.

Llama la atención como las enfermeras y los médicos nos instan a usar los teléfonos. Que estemos en contacto con la familia. Cada día hago al menos una videollamada a casa, para ver a Maryael y a los muchachos. Más que todo es para hablar con ella, para sentir su alegría y fortalecerme viéndola reír, sus ojos brillan al verme y eso me da vida. Hablamos también por mensajes hasta en la madrugada, cuando me despiertan para los signos o para el tratamiento de antibióticos. Además, contesto mensajes diarios de amigos, compañeros de trabajo, familiares. El celular aquí es parte de la terapia. Uno se siente menos solo.

Cada día uno aprende a apreciar el trabajo de las enfermeras y los médicos. Todos somos atendidos de conformidad con nuestras necesidades. Todos están atentos a nuestros signos vitales. Valga decir, tengo un monitor en mi cabecera donde veo mis signos. Desde que ingresé el 76 no ha vuelto a salir. Me mantengo en los 90, con asistencia del oxígeno. Poco a poco me van reduciendo la ayuda del respirador.

Para el séptimo día de internamiento, logro ponerme de pie. Los enfermeros y enfermeras me dicen que voy por buen camino. Caminar unos pasos. Poder ir al baño solo. Pero cada cierto tiempo medir la oxigenación. Siempre medir. No bajar de 90. Ese es tu nuevo número arriba de 90, de 95 mejor eso te saca de aquí. El doctor me da una luz. Debo pasar el fin de semana sin usar la mascarilla de oxígeno. Mi tratamiento ha terminado. Ahora dependo de mi capacidad pulmonar para salir. Ingresé un viernes, saldría diez días después. Si mantengo la rutina. Si logro mantenerme por encima de 90. No es un logro fácil. La mayoría de mis compañeros de sala han permanecido por más de dos semanas.

Finalmente, la noticia llega antes de lo esperado. El doctor me confirma el domingo que es hora de partir. Que debo seguir en terapia en casa, pero que mi tratamiento ha terminado. Me dice que probablemente mi corto tiempo de internamiento se debió a que la primera dosis de la vacuna me dio algún grado de defensa, pero además me dice que le debo a mis años de fumador el que la pulmonía fuera tan fuerte, ya que el virus se alberga en la parte de los pulmones que el cigarro más daña.

Domingo a las tres de la tarde, me llaman a sentarme en una silla de ruedas para salir del hospital. Y uno no sabe cómo agradecer tanto trabajo, tanto esfuerzo, tanto riesgo que esta gente enfrenta cada día en esta batalla contra el COVID-19. Y así de pronto avanzo en la silla de ruedas, deshaciendo el camino de hace diez días rumbo al ascensor. Esta vez no hay alerta en el pasillo, solo soy un paciente rumbo a la salida, a la luz del día, que se ve más brillante y hermosa que cualquier otro día de verano.

La última medición del oxímetro estaba en 95,  el 76 es un mal recuerdo. El transporte me espera, vuelvo a casa.

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