A los “eneros” suelo dedicarles mucho de mi tiempo para analizar el cierre del año anterior y reflexionar acerca de las proyecciones y megatendencias del que empieza. Sigo un poco incrédula sobre el trastorno de personalidad del 2020, que para muchos fue un año de dolor, y que para otros (pocos) lo fue de bonanza económica.
Lo anterior me ha hecho reflexionar sobre el juego de mesa Monopoly. Elizabeth Magie lo creó en 1903 con el propósito de simular cómo funciona el control del capital. El que ha jugado Monopoly sabe que el éxito depende de obtener de forma temprana propiedades valiosas que permitan al jugador crear riqueza con ventajas acumulativas. Magie había diseñado el juego para revelar la injusticia del sistema económico de su tiempo, en el que se ponía en evidencia que la riqueza crea más riqueza.
En mi carrera como banquera, he visto este fenómeno repetirse una y otra vez, pero el 2020 nunca lo olvidaré como el año de una desconexión sin precedente entre Wall Street (el mundo financiero) y la economía de la mayoría. El 2020 fue un año de dolor, de desempleo, de enfermedad y de mucha pérdida; pero para algunos pocos, fue un año en que sus riquezas bursátiles aumentaron, debido, entre otras cosas, al desempeño en acciones tecnológicas y estímulos fiscales y monetarios que beneficiaron desproporcionalmente a las corporaciones y no a los individuos.
Yo me formé leyendo a Milton Friedman y viendo el impacto del neoliberalismo en los años de Reagan y Thatcher, “tropicalizado” a Costa Rica. Siempre he creído en los valores liberales, estudié finanzas y trabajé en Wall Street por una década. No obstante, no soy partidaria de ideologías y ya tengo varios años de ver alarmas rojas que me hacen pensar que el modelo económico actual tiene serias fallas estructurales, y si los mercados y los economistas no reaccionamos, lo que vamos a generar es una corrección social y ambiental que cambiará el rumbo de la historia.
El ejemplo más reciente de esta esquizofrenia bursátil aconteció el miércoles 6 de enero. Ese día me dediqué a chequear cuál iba a ser la reacción del mercado ante las votaciones para elegir los senadores por Georgia que le podrían dar al entonces presidente electo Joe Biden el dominio de ambas Cámaras del Congreso. Mi apuesta era: si los demócratas ganaban, el mercado bajaba por las cargas impositivas que Biden propone a las corporaciones, una medida impopular en Wall Street. Mientras se estaba realizando el conteo en Georgia, de repente, en Washingon D.C., un grupo de simpatizantes de Trump atacó el Capitolio, en un atentado no solo contra elecciones certificadas, contra la democracia estadounidense. Para mi sorpresa –más allá de todo lo surrealista que fue ese día – no solo no importó el resultado de las elecciones, ni el “quasi coup d’etat”: los mercados terminaron al alza. Encima, unos días después, Facebook, Twitter y Amazon, decidieron restringir las plataformas de redes sociales a Trump, y así demostrar que tienen más poder que la institucionalidad de un país. En pocas palabras, estamos viviendo una era en donde el control del capital y del poder reflejan un círculo virtuoso de acumulación.
Yo sigo pensando que los valores de la libertad son fundamentales y las mecánicas del mercado indispensables, pero al igual que las ideas de Adam Smith evolucionaron, las actuales políticas económicas modernas también deben evolucionar.
El liberalismo no es lo mismo que el individualismo, y tomar en cuenta la colectividad y el planeta son las llaves para ejercer el cambio que necesitamos. Para el 2021 debemos enfocarnos en nuevas formas de entender la economía, la sociedad y los mercados financieros. Por suerte, ya hay pioneros incursionando en la disrupción del sistema. Kate Raworth, de la Universidad de Oxford, plantea un modelo visual para el desarrollo sostenible. Lo representa una “dona”, que combina el concepto de límites planetarios con otro, complementario, de límites sociales. O sea, plantea que la maquinaria económica debería dar vueltas para garantizar temas sociales básicos (comida, salud, agua, educación para todos), pero no deberíamos tener la maquinaria dando tanta vuelta, que ponga en jaque los limites planetarios, como el cambio climático, la acidificación de los océanos y la pérdida en biodiversidad. Raworth cambia la meta de una sociedad que busca el perpetuo crecimiento económico como un fin, a un sistema sostenible que busca el bienestar de todos.
Otra tendencia muy en boga es la inversión de impacto o el tipo de inversión que busca retornos financieros, pero con un beneficio medible para el ambiente, la sociedad o la gobernanza. De hecho, los dos fondos de acciones americanas con los mejores retornos para el 2020 fueron manejados por el gestor Invesco en dos estrategias enfocadas en las energías limpias. Esta es una tendencia nueva en la construcción de portafolios y muy demandada por las nuevas generaciones de inversionistas “millenials”.
Finalmente, un gran ganador de la crisis fueron las empresas tecnológicas y el boom en Sillicon Valley. Pero he aquí un sector que —ojo—, deberá ponerse al servicio de la sociedad, no pretender controlarla. La disrupción tecnológica podrá venir a resolver problemas que el Estado no ha logrado resolver, y podría ser la solución para sacar a millones de personas en situaciones de pobreza gracias a innovaciones en Edtech, Healthtech y Fintech.
A veces nos cuesta pensar en las cosas buenas que nos trajo el 2020. Un rayo de luz es ver cómo se ha acelerado la conversación alrededor de nuevos productos financieros sostenibles. Esta consciencia social y ambiental representan un cambio estructural sobre cómo se estudia la economía, cómo las finanzas participativas y cómo el mercado reacciona. El COVID-19 demostró la importancia de la ciencia, de la verdad y de la interconexión global. Los mercados financieros si son “perfectos” deberán entender estas dinámicas y la “economía” debería promover aquellas soluciones para el beneficio de todos y no solo el enriquecimiento de algunos.
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