¿Está la libertad de expresión digital en riesgo?

La manera usual del funcionamiento del mundo se vio abruptamente interrumpida en el año 2020. Transcurrieron muchos hitos inimaginables en sus inicios que cambiaron de manera disruptiva el paradigma del funcionamiento social, sus prioridades y el modus operandi cultural con el que resultaba tan familiar interactuar.

Las luchas humanitarias, el sector empresarial privado y las redes sociales no fueron la excepción y orquestaron una sinfónica coordinación para cambiar las reglas del juego al que estábamos acostumbrados y acostumbradas. 

En mayo 26 del 2020, después del trágico acontecimiento que tuvo lugar en Mineápolis que resultó en el asesinato de George Floyd, se vio un alza inmediata en los grupos activistas como Black Lives Matter quienes tomaron protagonismo en el marco de los acontecimientos que se registraban en Estados Unidos. Las protestas continuaron y el 8 de junio de ese mismo año ocurrió la manifestación histórica conocida como Zona Autónoma de Capitol Hill donde aproximadamente 300 residentes cubrieron una zona de 6 manzanas de Capitol Hill en Seattle, Washington. 

En respuesta a estos eventos, el presidente Donald Trump realiza una serie de tweets y en uno de ellos utiliza la frase “When the looting starts, the shooting starts” que llegó en un contexto más que negativo para la lucha por la equidad racial. A raíz de esto, Twitter dio un paso sin precendentes al limitar la interacción de los usuarios con dicho tweet no permitiendo acceder a este directamente. La justificación utilizada fue que las políticas de uso de la plataforma no apoyan la glorificación de armas. 

Más allá de la posición política o moral que se tenga sobre estos hechos, dan pie a las ideas que se pretenden discutir en este texto. A partir de la acción de Twitter, el movimiento político y social interpretó la medida como una luz verde para presionar a otras plataformas y compañías privadas que se encuentran en el negocio de la interacción social pública digital. 

Nace así en junio 2020, en la cuna de las protestas, una iniciativa llamada #StopHateforProfit que alega que las compañías de redes sociales deben priorizar inmediatamente la responsabilización sobre el contenido dañino que incite al odio, racismo, fanatismo, antisemitismo y desinformación existente en las plataformas. A manera de presión, el movimiento invita a gigantes de distintas industrias a nivel mundial a unirse al movimiento generando un boicot al dejar de pautar del todo sus anuncios en Facebook. 

Unilever fue pionera en apoyar esta causa y, de acuerdo con Bloomberg Business, esta decisión causaría una pérdida de $56 mil millones en valor de mercado neto y reduciría el patrimonio de Mark Zuckerberg, dueño actual de Facebook, en más de $7 mil millones. Coca Cola, Starbucks, Diageo, Microsoft, Verizon, Patagonia, Sony, Ford, Harley Davidson, entre muchas otras no tardaron en unirse al boicot en acto de solidaridad. La decisión, en conjunto con una economía que cada vez avanzaba más despacio afectada brutalmente por la pandemia, se convirtió rápidamente en una amenaza palpable para Facebook. 

El panorama político se visualizaba cada vez más inestable y sensible cuando Facebook decidió ceder a estas alegaciones haciendo una actualización de sus políticas de uso, instalando marcadores de advertencia en posteos y prohibiendo cierto tipo de contenido. Para inicios de agosto, se reportaron más de 1,500 páginas y grupos eliminados debido a que discutían temas de violencia, instigaban al odio o atentaban contra el bienestar general de la comunidad.

Analizando a la ligera el cúmulo de los eventos ocurridos es fácil percibir una sensación de heroísmo e incluso de victoria y progreso para la buena moral social. Sin embargo, es necesario detenerse y entender desde un punto del sector privado lo sucedido. Es erróneo creer que las empresas persiguen un norte moral más allá de la percepción de los consumidores y lo que esto aporta de vuelta en ganancia monetaria bruta. 

La finalidad de un negocio privado radica en el crecimiento y flujo de caja y utilizar razones filantrópicas para alcanzar estos objetivos no tiene nada de malo, el problema está en olvidar como clientes sus principios y motivos iniciales. Unilever no apoya las luchas raciales porque esté a favor de la equidad, Coca Cola no se despierta en las mañanas con un sentimiento de indignación debido a los sucesos transcurridos y Starbucks difícilmente tiene claro las implicaciones a nivel ético de darle poder a una compañía privada de censurar la opinión pública. Todas estas acciones son simplemente el resultado de estudios de intereses del consumidor actual y futuro que generan ingresos positivos y elevan el valor de los stocks de las empresas en la bolsa. 

El filósofo alemán Jürgen Habermas hace acotación en 1989 a la esfera pública como un dominio de nuestra vida social en el que la opinión pública puede conformarse y presenta un acceso universal. Habermas ejemplifica este razonamiento con las discusiones e intercambios de ideas que tomaban lugar en los cafés, parques y demás áreas físicamente palpables. Actualmente, estos espacios se mantienen pero han evolucionado a lo digital, garantizando aún más una participación abierta y su importancia es inimaginable puesto que nuestra percepción del mundo se ve moldeada por el mismo.

Haciendo incidencia directa en estos espacios, movimientos como #StopHateforProfit parecen revolucionaros a nivel de derechos humanos pero causan una dicotomía en la libertad de expresión y la visualización clara de lo que es actualmente la esfera pública. 

La censura que ha realizado Facebook y Twitter en la esfera pública hasta el momento podría clasificarse en su totalidad como positiva si se quisiera y es claro que representaría un reto considerable argumentar en contra. Definitivamente ayudar con el control de las noticias falsas y reducir mensajes de violencia provee un panorama más agradable para sus usuarios. El verdadero problema está en el precedente que se está creando y lo que eso implica a nivel de los derechos que se están cediendo a las empresas y corporaciones privadas para controlar la información pública. 

Hoy, bajo el contexto en el que vivimos y con las justificaciones claras, estamos a favor de la censura. ¿Pero mañana? Alegando nuevamente que las corporaciones privadas no nos pertenecen y su finalidad no es ser activistas bajo motivos meramente humanitarios estamos dando autorización a cambiar y ocultar realidades que no van a dejar de existir solo porque no se encuentren en las plataforma. 

El principio de libertad de expresión estipulado en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se clasifica como un derecho fundamental y un requisito indispensable para la existencia misma de una sociedad democrática. Poner en tonos grises el acceso a este derecho a compañías que previamente han demostrado que su prioridad no es honrar la democracia es un arma de doble filo para nuestros sistemas políticos y sociales que han aparentado ser más maleables de lo que creíamos. Solucionar problemáticas a través de realidades polarizadas para atraer un sentimiento de seguridad, protección y bienestar puede no ser la solución adecuada. 

Finalmente, el día de ayer y durante el transcurso de la pasada semana, Facebook decidió castigar la cuenta de Trump, siendo esta la primera vez que se toma una acción de esta magnitud. Youtube eliminó contenido del presidente y Twitter continua censurando y limitando la interacción. 

Más allá de las creencias personales, principios morales o posturas políticas que se tengan alrededor de estos hechos es claro que queda pendiente un análisis profundo del tema. El foco de este texto propone traer a reflexión la censura pública controlada por la empresa privada y los portillos legales que se están abriendo en tiempos políticos frágiles. 

Si bien, son lamentables y extremos los acontecimientos que están ocurriendo cabe preguntarse si vale la pena lo que se está cediendo y si realmente se entienden las consecuencias de las decisiones que hoy se están tomando por inercia, normalizadas en el caos y ruido mediático.

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