Son muchos los aprendizajes surgidos en los meses de confinamiento; su impacto es innegable en áreas del saber relacionadas con las ciencias de salud, la política o la economía. ¿Por qué no referirse a las primeras apreciaciones que se perciben en el campo de la literatura destinada a la niñez?

Universidades, casas editoras, organizaciones no gubernamentales o innumerables voces en redes sociales insisten en la necesidad de que las jóvenes generaciones destinen parte de este tiempo de resguardo en la casa, a la lectura. Es fácil pedirlo, sin embargo, es un hecho complejo, especialmente si el país no cuenta con una Política Nacional de Lectura: un documento en el que se establezca la prioridad de formar comunidades de personas lectoras y en el que se aclare que esos hábitos no se forjan únicamente en instituciones educativas o bibliotecas públicas pues también se aprende a amar la literatura en el hogar. Leer es una costumbre que debería fomentarse, con igual ímpetu, en el ámbito institucional como en el familiar.

Mucho más allá de preguntarse cómo motivar a personas nacidas hace pocos años y con fuerte inclinación a distraerse con recursos tecnológicos, como teléfonos celulares o tablas electrónicas, es conveniente reflexionar sobre qué podrían leer. El establecimiento de una política ayudaría a comprender que, al fin y al cabo, un libro impreso o electrónico tan solo es un soporte para colocar el texto pues lo que tiene relevancia es su contenido. Por eso, en una época como la actual, en la que se obliga a la niñez a permanecer muchas horas dentro de sus hogares, es necesario considerar la literatura como entretenimiento y evasión.

Abundantes libros, publicados en los últimos años, tienen como pretensión última adoctrinar a la infancia con un afán didáctico: crear conciencia de género, difundir el lenguaje inclusivo, divulgar los derechos humanos o fortalecer conocimientos sobre ecología. ¿Y a dónde queda la aventura? Me prefiero a la capacidad de imaginar, fantasear, soñar o entregarse a la recreación. Se cree que literatura infantil y texto didáctico son sinónimos y eso es un grave error. La literatura es un arte y su interés prioritario, antes que propiciar cualquier conocimiento, es el de causar un efecto estético. Y por eso, es importante otorgar a la niñez la posibilidad de seleccionar los títulos que sean de su mayor agrado, aquellos que transportan a las aventuras en la Isla de Nunca Jamás, el País de las Maravillas, el castillo encantado o el bosque donde se esconden brujas y lobos pues necesitamos transitar por estos sitios de ficción para edificar nuestra capacidad de crear mundos y dejar pasar el tiempo de manera diáfana, y tal vez, feliz.

La aprobación de una “política” nos ayudaría a saber que no basta la simple exposición a los recursos tecnológicos para crear ese vínculo armonioso con la lectura. No se puede pretender que un celular o una computadora sustituya a una persona a la hora de contar un cuento o recitar un poema. Aunque, durante los últimos meses, narradores profesionales han creado vídeos de gran calidad, y los han dejado disponibles en internet, nada de eso tendría sentido si no se lee en casa. El ser humano empieza a amar la lectura en el cálido seno del hogar, como una práctica íntima y que generalmente se gesta sin mayor artificio y sin complicados tecnicismos educativos. El mayor de los momentos inicia cuando un adulto deja de lado su teléfono portátil, apaga el televisor y con voz persuasiva lee un cuento, canta o narra una historia que viene a la memoria; nada se compara con ese instante mágico y ceremonial, en que la palabra es la herramienta y el entretenimiento es el fin primordial.

Y, por último, es importante señalar la imperante necesidad de escuchar a las personas menores; saber cuáles son sus intereses de lectura y conocer qué han sentido durante estos meses de encierro. No se trata de organizar concursos para premiar a quien lee más o se exprese mejor pues, al fin y al cabo, esos galardones se otorgan bajo la tutela adulta, sin liberarse de la corrección educativa. Simplemente se trata de permitir que la niñez lea lo que ama y escriba, dibuje o pinte sobre sus experiencias del confinamiento, el inesperado impedimento de jugar con gente de su misma edad o salir de su casa sin cumplir un protocolo, con un tapabocas sobre la cara. La lectura y la escritura, como fuentes de ficción, sanan.

Entre los innumerables aprendizajes que nos deja este tiempo de pandemia y confinamiento surge la necesidad de fijar una Política Nacional de Lectura y no se trata de un documento que rija exclusivamente una entidad como el aprobado por el Ministerio de Educación Pública en el año 2013. Debería ser una política nacional en la que establezca la prioridad de forjar un ser humano que busque un libro de manera autónoma con el afán de afinar su sensibilidad y capacidad de comprender sus propias circunstancias como las ajenas.

Existe un borrador de una ley del libro que se encuentra en consulta. No olvidemos que esos documentos parecen no ser vistos como prioridades del Poder Ejecutivo ni Legislativo y que posiblemente tampoco figurarán en la agenda cultural de ningún partido político que participe en las elecciones del año 2022. A pesar de ello, esta época aciaga de pandemia demostró que su escritura, análisis y aprobación constituye una urgencia.

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