En su discurso inaugural de toma de posesión en Washington, el presidente de Estados Unidos Joe Biden hizo una inusual y sorprendente alusión a un filósofo relativamente poco conocido. El nuevo mandatario estadounidense citó a San Agustín. La alusión de Biden a este pensador, que probablemente pasó desapercibida para la mayoría, es muy significativa.

Agustín de Hipona no solo fue uno de los últimos filósofos de la Antigüedad Greco-Romana —fue contemporáneo de la destrucción del Imperio Romano— sino que fue además el pensador que sentó las bases doctrinales de la Iglesia Católica Romana. La doctrina del libre albedrío, la del pecado original y la de la inmortalidad del alma, entre otras, son ideas fundamentalmente agustinianas que repiten hasta hoy millones de católicos en el mundo entero cada vez que recitan el Credo durante la Misa.

Al citar a San Agustín, Biden reafirmó su condición de creyente católico y se distanció claramente del ideal WASP (acrónimo en inglés de blanco, anglosajón y protestante) defendido y reivindicado por las agrupaciones de extrema derecha y de supremacistas blancos. No olvidemos que, con excepción de John Kennedy —y ahora Biden— , todos los presidentes estadounidenses han sido cristianos protestantes de una u otra denominación.

Sin embargo, tal vez lo más significativo sea que Biden además haya relacionado a San Agustín con la verdad. Como subraya el filósofo alemán Federico Nietzsche, el problema fundamental de la filosofía en Occidente desde Platón ha sido el problema de la verdad. Ya los filósofos escolásticos medievales definieron a la verdad como la correspondencia entre el objeto y la imagen o representación de éste en el sujeto. ¿Pero cómo podemos saber con certeza que esa correspondencia no es una ilusión y que esta imagen no es una fantasía de nuestra imaginación? Los escolásticos responden: La garantía de que esta correspondencia es real es Dios. Dios es el garante último de la verdad.

Así, ya desde sus inicios el problema de la verdad en la filosofía ha estado ligado a la idea de Dios. Por eso no es casual que Nietzsche para atacar al cristianismo cuestione la pertinencia del problema de la verdad. La verdad, dice el pensador alemán, no es más que una manifestación disimulada de la voluntad de poder cristiana.

En el siglo XX, desde una interpretación más secular, Hannah Arendt se da cuenta del enorme peligro que representan el relativismo y el desprecio por la verdad en la política. Arendt, como judía, vive de cerca el ascenso del nazismo en Alemania y la catástrofe del Holocausto. Arendt advierte que cuando la verdad deja de ser un valor político fundamental la frontera entre el bien y el mal se desvanece y se impone la obediencia irreflexiva que conduce al horror del totalitarismo y de los campos de exterminio.

La  referencia a San Agustín que hace Biden en su discurso inaugural no es entonces casual ni gratuita. Al reivindicar la concepción de verdad agustiniana, Biden pretende rescatar lo mejor de la herencia cristiana y racionalista de Occidente y advertir, al mismo tiempo, sobre la ominosa amenaza que se cierne sobre ella. Biden entiende que esa herencia hoy irónicamente está siendo atacada y cuestionada por los defensores de una interpretación fundamentalista del cristianismo abiertamente irracionalista y anticientífica, una interpretación que desprecia a la verdad y que en su lugar reivindica la “posverdad” y las “verdades alternativas”. El creciente apoyo a movimientos como QAnon que defienden teorías conspirativas cuyo discurso se asemeja peligrosamente al de los libelos antisemitas medievales, es un claro ejemplo de ello.

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