Casi todo lo concerniente al comportamiento humano y de la sociedad ya han sido plasmados en tinta. La historia nos enseña que la vida humana se repite constantemente y que los péndulos de las fuerzas van y vienen. Ya lo decía el pensador Hegel con su teoría filosófica de la dialéctica: en toda realidad humana, siempre existen tres elementos que constituyen lo que debería de ser el espíritu evolutivo del hombre: la tesis de lo que existe, la antítesis que se le opone y la síntesis que resulta de su choque.  Si estos conceptos de la historia y la filosofía los estudiamos desde la escuela y los alimentamos con el estudio y la lectura, ¿por qué, si se supone que somo seres “superiores”, nos empeñamos en repetir los mismos errores que definen los momentos históricos de la humanidad?

Hace unas semanas —con gran alivio— vi a Pensilvania darle el voto a Joe Biden, pero a medida que pasaron los días, personas que respeto, amigos inclusive, no estaban celebrando su gane. Sería muy arrogante pensar que soy dueña de la verdad, especialmente cuando más de setenta millones de personas en su país, y muchas más a nivel global, apoyaron a Trump (una persona de carácter despreciable). Entonces me di la tarea de entender la polarización que vivimos y cómo deberíamos actuar a futuro, porque la gran mayoría de esos amigos míos son personas decentes y buenas. De hecho, muchos tienen una voz legítima, con preocupaciones válidas, que no deben de ser ignoradas. Por coincidencia, al tiempo que todo esto pasaba, leía un libro sobre cómo las naciones salen de sus crisis, para ver si alguna luz me daba esperanza ante lo que está pasando en el mundo. Me encontré con el caso de Chile y revisé la historia desde la entrada de Allende, hasta el golpe de estado de Pinochet y el desarrollo de las décadas siguientes.

En 1970, Allende llegó democráticamente al poder en Chile y rápidamente se dedica a implementar una agenda socialista. Nacionalizó empresas de cobre, albergó militantes cubanos, congeló precios y reemplazo el mercado libre con socialismo. Resultado: hiperinflación, desaparición de la inversión extranjera directa y caos económico. Se organizó entonces una oposición de derecha que inclusive alertó a la población de lo que se proponía con la campaña “Yakarta viene”, haciendo por supuesto alusión a las masacres de comunistas de Indonesia perpetuadas por Suharto. En nombre de la economía y la moral, hasta la Iglesia Católica se subió en el bus, el ejército dio un golpe de estado y Pinochet llegó al poder.

Su golpe fue recibido con gran alivio y los partidarios se organizaron en una Junta Militar. Lo que pasó después es una de las dicotomías más grandes en la evolución de una nación: al cabo de algunos años, una economía boyante con uno de los regímenes políticos más sangrientos y sadistas del mundo. Por un lado, el gobierno de Pinochet se destacó por la bonanza económica, impulsada por un grupo de aliados en los Chicago Boys y las teorías de Milton Friedman, que catapultaron el crecimiento económico de la nación. A la vez, Chile fue víctima de los más atroces crímenes contra la humanidad.

Después de casi dos décadas de crecimiento económico y brutalidad contra su propia ciudadanía, hasta sus más fieles aliados políticos dijeron “¡No!” en un referendo y Pinochet dejó el poder.  ¿Qué hizo Chile para sanar su enorme polarización y convertirse en referente de Latinoamérica? ¿Qué paralelismos vemos con la situación estadounidense (y, francamente, costarricense)?

La campaña del “¡No!” fue organizada por 17 grupos con diferentes intereses, pero con una visión de cambiar el rumbo hacia una gestión pacífica del futuro. Ponerse de acuerdo entre 17 grupos —¿les suena parecido?— requiere de flexibilidad y mucho compromiso. Y lo lograron. Izquierdistas y democristianos de centro sabían que debían hacer un esfuerzo genuino y unirse para ganar. Para lograrlo, la izquierda renunció a posiciones radicales, cedió el primer término presidencial al candidato la Democracia Cristiana, y esperó a tener el suyo para el período siguiente. Lo que aconteció en este ejemplo, que se puede extrapolar a EE. UU. (y Costa Rica), fue un ejercicio de escucha empática entre adversarios y un diagnóstico realista de las limitaciones o contextos económicos que estaban beneficiando a Chile en ese momento. La izquierda incluso se comprometió a seguir la dirección de libertad económica. El trauma que vivió esa nación permitió a Chile ser radicalmente realista con la verdad y con las virtudes y vicios de los distintos modelos.

Ese diálogo chileno debería replicarse no solo en un EE. UU. fragmentado, sino también en Costa Rica. En EE. UU., el presidente Trump falló en ser la voz de la conciencia americana.  Sí logró leer una base “descamisada” y frustrada ante los procesos de la globalización, el neoliberalismo y el progresismo y aprovechó para aplicar una agenda divisoria con algunas virtudes nacionalistas y económicas. Trump se logró posicionar como el candidato cristiano que representaba intereses de grupos provida que por décadas fueron ridiculizados por las ciudades de las costas. La disonancia cognitiva de esta base es curiosa y contradictoria, porque las acciones de Trump son de división, mentiras y “bullying” crónico. Trump tuvo sus victorias, que no fueron mínimas, y logró dar resultados de corto plazo que, como Pinochet, lograron tener un impacto en la economía.  Sus políticas de recortes de impuestos (aunque regresivos), la desregulación (aunque algunas políticas peligrosas) y la guerra comercial con China (en más detrimento de EE. UU.), generaron una economía con un desempleo bajo y mercados robustos. La agenda conservadora y de inmigración apelaron a su base, y los lazos diplomáticos que forjó en el medio Oriente, al igual que su postura ante organismos multilaterales, posicionaron a Trump como un nacionalista que era lo que su base quería.

Sin embargo, como en el caso de Chile, para una gran mayoría en estas últimas elecciones, la cosecha económica de corto plazo no justificaba poner en juego los valores, los principios y las prácticas que han caracterizado a los EE. UU. La demagogia de Trump y el más reciente atentado contra la democracia, son una alerta más de que la historia puede ser clarividente. Biden está lejos de ser la “pomada canaria”, pero considero que sí representa la normalidad y la dignidad que muchos añoramos.

Junto con Kamala Harris, Biden ha presentado una agenda que me atrae: lucha por el ambiente, políticas de inmigración que fomenten la diversidad, medidas comerciales que beneficiarán a Costa Rica, pero, sobre todo, ha tenido la humildad de entender que debe buscar una reconciliación. Entonces, al igual que Chile lo hizo en tiempos post Pinochet, Biden deberá oír empáticamente a la base de Trump, deberá comprometer su posición, respetar las creencias religiosas de otros (sin lastimar las minorías), pero, sobre todo, comprometer algunas de sus convicciones económicas que le critica el partido Republicano.

La crítica y la oposición son importantes y necesarias para llegar a la síntesis que nos ayude a evolucionar como personas y sociedades. Nadie tiene la verdad absoluta y esta se construye en conjunto para llegar a una síntesis. Esperemos que no sólo EE. UU. tome nota como líder mundial, sino que la actual mesa de diálogo estudie la historia para que juntos salgamos adelante, y como decía mi maestra de tercer grado, Mrs. Villavicencio, seamos “críticos y no criticones”.

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