De la reciente radiografía del país proporcionada por el Programa Estado de la Nación (PEN) en su más reciente informe destacan varias noticias de trascendental peso para el presente y futuro del país. Entre estas, una que resonó en varias notas y menciones periodísticas, es la aceleración del proceso legislativo que resultó seguidamente en un nivel extraordinario de productividad de este Poder de la República.
El mismo PEN señala que “[e]l ajuste de los procedimientos parlamentarios contribuyó a que se acelerara laaprobación de leyes” (p. 411). Tal enunciado no es menor, ya que evidencia lo ya dicho sobre la rápida acción legislativa durante el período trascurrido desde empezada la pandemia a causa de la enfermedad COVID-19, sino que también presenta un detalle no menor sobre el ejercicio legislativo: El proceso parlamentario.
Lo anterior implica que, frente a un estado de emergencia nacional y mundial, la Asamblea se dio a la misión de adecuar su funcionalidad para así poder continuar trabajando al margen de las restricciones sanitarias que la realidad pandémica requería. Obviando las escaramuzas políticas, el proceso fue excepcional en su rapidez y solidez institucional. Es decir, no sólo fue un proceso expedito, sino que fue un proceso legítimo, siendo que la opinión pública poco cuestionó tal determinación, dado que el contexto demandó acciones provisorias que dejaran claro que existía voluntad política para trabajar.
Frente a estos sucesos, y a la luz de lo que el PEN informa, cabe preguntarse si era necesario una crisis de salud pública para que el primer Poder de la República se arremangara para lograr implementar cambios tan sutiles como significativos. Y, consecuentemente, si el mismo contexto era realmente necesario para alcanzar un nivel de productividad tan alto. A todo esto hay que sumarle el detalle no menor de la composición de la legislatura, una de las más fragmentadas de la historia política del país.
Todo ello demuestra que el contexto pandémico poco influyó en el proceso parlamentario, mas no en la producción legislativa. Es decir, por un breve momento (histórico) los representantes parlamentarios acordaron importantes cambios procedimentales de forma casi inobjetada. A este momento le siguió uno de igual o mayor trascendencia histórica, ya que, según reporta el PEN, el primer proyecto en discutirse bajo las condiciones pandémicas fue enteramente tramitado en cinco días naturales.
Si bien es cierto, la crisis de salud pública desatada por la enfermedad COVID-19 continúa demandando la totalidad de los esfuerzos políticos y administrativos para evitar una debacle social y económica, ella se sumó con tardanza a la ya presente débil contabilidad financiera del país. Ni qué se diga del empleo y la educación pública. No obstante, la lección es inconfundible: la productividad parlamentaria es víctima solamente de sus gestores. Con mayor certeza de lo contrario, sería falaz afirmar que la pandemia eliminó los colores e intereses políticos, el único motivo restante debe encontrarse en dos posibles escenarios: el sentido de urgencia o las motivaciones políticas/polítiqueras. Dado que el segundo escenario resonaría en los abismos del cinismo, no queda más que agradecer a los y las diputadas por cumplir con las (necesarias) acciones.
Ahora bien, la respuesta a la pregunta sigue inconclusa pues, si durante el período de mayor afectación económica y social a causa de las restricciones sanitarias, la razón de la eficiente productividad legislativa se debe al sentido de urgencia, sería razonable pensar que la razón de la baja productividad de las legislaturas pasadas ¿se debe a la falta de urgencia? De nuevo, pensar que existan motivaciones o intereses que conduzcan a una deliberada baja productividad parlamentaria sería cínico e insultante para la ciudadanía.
Concluyendo así, queda entonces la interrogante mayor: ¿De dónde proviene la llamada ingobernabilidad que por años atormenta las portadas de los diarios y las líneas de los discursos políticos del país? Este año, con todos sus recobecos y marañas, ha demostrado que el trabajo político, cuando debe hacerse, se hace. Incluso si las líneas de partido o las diferencias ideológicas están en juego, la razón de un fin superior parece ser motivo suficiente para superar tales posiciones y asegurar legislación relevante. De nuevo, sumando a las demás preguntas que se podrían plantear: ¿Cuál fin, sino el de mejorar al país, merece la atención de los y las diputadas fuera de un contexto de pandemia? ¿Por qué la Asamblea no puede funcionar de esta forma constantemente, brindando soluciones prontas a viejos problemas de forma eficiente?
A veces no queda más que pensar que los problemas políticos del país existen debido a elementos superficiales, no de fondo; que la ingobernabilidad no es un factor sui generis del sistema político, sino que ha sido construida, como una narrativa. Como tal, tiene sus actores y su moraleja. En este caso, la única pregunta válida es: ¿Quiénes son los actores y cuál es la moraleja de la ingobernabilidad que construyeron?
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