Partiendo de Marx, Durkheim y Weber, pero generando andamiajes conceptuales nuevos, la obra del sociólogo francés Pierre Bourdieu ha permitido escrutar el valor de la violencia simbólica en los fundamentos de una teoría de la dominación, es decir, su trabajo evidenció la importancia de lo simbólico en todo proceso social, tanto desde la visión de las clases dominantes, como desde la óptica de quienes luchan contra esa hegemonía: “La función de la sociología, a partir de todas las ciencias, es revelar lo que está oculto.”

Desde esa perspectiva puede entenderse, de mejor manera, el revisionismo que se ha originado en el mundo (incluida C.R. con la estatua de León Cortés) respecto a monumentos y obras expuestas en lugares públicos de personajes que, sin embargo, desde la perspectiva actual, no “merecerían” estar allí. Como no es este el tópico sobre el que deseo profundizar, me remito, sobre el particular, al excelente artículo Memoria histórica: Entre el conmemorar, idolatrar e ignorar la trascendencia histórica: ¿cuál y por qué? de la autora Kriss Mora Ramírez. Sin embargo, recupero, de toda esa discusión, el tema del valor de lo simbólico en la cotidianeidad y cómo este permite mantener la dominación o luchar contra ella.

¿Por qué traigo a colación eso? Porque el país está en vísperas de conmemorar el bicentenario del proceso formal de independización y, en tal coyuntura, no es neutral el retrato que podamos ofrecer de la Patria y de sus instituciones. Una de ellas, casi de la misma edad que nuestro estado nacional, es el Poder Judicial. Este poder de la República ha publicado, recientemente y a través de los correos institucionales, su convocatoria a la nominación para el otorgamiento de los reconocimientos 2021, los cuales están previstos en el Reglamento de Reconocimientos otorgados por el Poder Judicial aprobado por Corte Plena en la sesión N° 3-06 del 27 de febrero del 2006 y modificado en sesión No. 15-19 del 8 de abril de 2019, artículo XII y comprenden las siguientes categorías:

Esas cuatro, más una adicional, que lleva por título “A la excelencia judicial o buenas prácticas de gestión judicial” son las cinco distinciones oficiales que allí se conceden. Aquellos cuatro galardones tienen en común que aluden a insignes juristas nacionales, quienes, además, han ocupado la presidencia de la Corte Suprema de Justicia. Pero, también, las cuatro condecoraciones coinciden en llevar nombres masculinos. En esa lista no hay ningún reconocimiento con nombre de mujer.

Y no se me malinterprete: no estoy ni siquiera sugiriendo que haya que variar la denominación de esos premios, ni que las personas elegidas para designar las preseas no sean idóneas o dignas de ese mérito. No creo que nadie ni siquiera dude de los aportes de cada uno de ellos para el ejercicio probo de la actividad jurisdiccional, ni en la importancia de sus planteamientos jurídicos (los cuales, valga recordar, generalmente ellos mismos plasmaban en sus sentencias). Yo, inclusive, recibí una de esas preseas y me he sentido profundamente honrada por ello.

Lo que critico es que, a la par de aquellos, no haya otros galardones, de similar importancia, con nombres de mujeres. Se me podría contraargumentar que la lista no las incluye porque solo ha habido una mujer en la presidencia titular de la Corte Suprema de Justicia (una que, por cierto, durante toda su trayectoria libró grandes luchas por romper las desigualdades de género dentro de la institución) o que han sido pocas magistradas (hoy se tiene la mejor cifra histórica en la composición: 8 mujeres de 22 titulares, es decir apenas un 36%). Sin embargo, una referencia semejante no solo desconocería la causa estructural por la que tal cosa ha sido así, sino que la reforzaría. La idea de que, como diría la recientemente fallecida jueza Bader Ginsburg "las mujeres pertenecen a todos los lugares donde se toman decisiones" parece irrefutable…aunque hoy el poder hegemónico patriarcal la sigue combatiendo desde el plano de lo simbólico.

Entonces, si se usaran otros criterios para reconocer el trabajo o los aportes de las personas, o si se tuviese una visión amplia del fenómeno jurídico (no reducida a lo normativo-formal, al corporativismo o a los círculos de poder más altos de una institución), sería posible darse cuenta de lo mucho que comunica, en una democracia, que desde las cortes o palacios de justicia (¡como suelen llamarse en América Latina, pese a que casi todos los países están estructurados como repúblicas!) se diga que los máximos honores solo tienen nombres masculinos.

Si, en cambio, se apreciaran los aportes de los y las juristas al respeto de los derechos humanos o en la disminución de las brechas sociales, de género o étnicas; si se evaluara la incidencia de la labor del personal en la promoción de la dignidad humana de poblaciones vulnerabilizadas (personas con alguna condición de discapacidad, privadas de libertad) para acceder a la justicia o cómo, desde la labor institucional, se profundiza en la construcción del Estado Republicano, Social y Democrático de Derecho, si se pensara en eso, decía, se podría generar el reconocimiento de otras personas, dando su nombre a otros galardones que, con cada ceremonia de entrega, permitirían reflexionar en esos aportes y en la necesidad de fortalecerlos.

Me gustaría que el Poder Judicial del bicentenario tuviese galardones con nombres de mujeres juristas como (para citar algunos ejemplos dentro de las ya fallecidas, siempre consciente de que pecaré por omisión):

Angela Acuña Braun, cuya memoria nos permitiría agradecer a la primera jurista costarricense (graduada en el exterior) sus luchas cruciales por el sufragio femenino.

Virginia Martén Pagés para recordar a la primera abogada graduada en suelo tico, notaria pública distinguida, quien demostró, con su trabajo, la función clave que tienen los principios de seguridad jurídica y lealtad en el litigio.

Ana María Breedy Jalet quien fuera la primera magistrada, suplente, en toda América Latina y la primera presidenta de la Corte Suprema de Justicia de Costa Rica, al liderar una sesión de suplentes. Murió desempeñado, de forma magnífica por cierto, su cargo y es recordada por quienes la conocieron como una mujer brillante, trabajadora y con altos estándares de excelencia.

Por último…¿quién dudaría de los méritos de Elizabeth Odio Benito en la consolidación de los derechos de las mujeres dentro de la justicia penal internacional para que un premio del Poder Judicial de Costa Rica lleve su nombre?

Sé que ninguna de esas mujeres (ni otras que no puedo mencionar por no tener el espacio para ello pero que han sido pioneras silenciosas en muchos campos), requiere, ni busca, honra alguna. Sé que algunas otras instituciones nacionales o internacionales tienen premios en su honor. En este sentido, es digno de encomio que la más amplia agrupación de jueces y juezas del país, ACOJUD, haya denominado su premio anual María Eugenia Vargas Solera en honor a la primera jueza del país. El lugar de todas ellas ya está asegurado, quiéranlo o no, en el sitial de la historia patria y tarde o temprano será reconocido.

Pero el Poder Judicial de Costa Rica (en tanto entidad simbólica de la justicia) tiene la obligación, de cara al bicentenario de la independencia, de evidenciar que han habido cambios sociales, que estos se han dado de la mano de mujeres (aunque sin desconocer otros colectivos como los afrodescendientes e indígenas, para citar algunos), y que muchas son grandes juristas cuyos nombres merecen ser reconocidos pues colaboraron en la arquitectura de un mejor país, aunque hoy este nos esté explotando en el rostro, probablemente por la miopía que tuvimos las siguientes generaciones en continuar la obra de quienes nos precedieron.

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