Eli Feinzaig, en varias intervenciones públicas (entre otras, una respuesta a Enrique Obregón), afirma no saber qué es el neoliberalismo y opta por definirse como un liberal clásico. Su discurso se caracteriza por constantes ataques al Estado costarricense y un rechazo absoluto a que este intervenga en la economía más allá de funciones cuidadosamente delimitadas (como seguridad o educación pública). Según esta perspectiva, el tamaño del Estado es el principal obstáculo para que Costa Rica alcance el desarrollo, y la mejor estrategia para reducir la pobreza pasaría por la disminución del sector público y la reducción de impuestos y regulaciones.
No conozco personalmente a Feinzaig, y no sé si esta ignorancia del concepto “neoliberalismo” es de buena fe o una impostura. En cualquier debate corresponde dar el beneficio de la duda, pero Feinzaig parece ser una persona instruida, y el neoliberalismo no es un término particularmente obscuro, por más que a menudo se lo utilice de manera imprecisa. Incluso el FMI reconoce su validez, a la vez que admite que sus recetas no siempre dieron los mejores resultados. Pero pretender ignorancia sobre el neoliberalismo es una estrategia retórica utilizada por intelectuales o economistas de esta tendencia, como Carlos Alberto Montaner, y que esconde una trampa ideológica que me parece necesario develar.
El neoliberalismo se refiere a un conjunto de propuestas económicas y al pensamiento político que las subyace; la privatización de bienes públicos, la reducción de impuestos y del Estado, la desregulación de los mercados (sobre todo financieros, pero también laborales) y una creciente movilidad del capital. Tiene como referentes, entre otros, a Friedrich Hayek y Milton Friedman. El prefijo neo obedece a que se trata de una reacción frente a la expansión del rol del Estado a lo largo del siglo XX. Luego de la crisis del 29, que provocó la Gran Depresión, el capitalismo laissez-faire quedó desprestigiado en la mayoría de los países industrializados, así como los del tercer mundo, y dio paso a una mayor regulación de los mercados (sobre todo los financieros, vistos como responsables de la crisis) y a una mayor participación del Estado en la economía. La versión costarricense de este proceso fue la socialdemocracia que construyó el PLN tras la guerra del 48, y que supuso una ampliación del rol del Estado en la economía, así como de los derechos económicos de la mayoría de la población.
En Europa y Estados Unidos, el cuarto de siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial constituyó una especie de edad de oro del capitalismo, con altas tasas de crecimiento, baja desigualdad y abundantes oportunidades económicas. En los años setenta, sin embargo, la crisis del petróleo y la estanflación pusieron en duda el consenso keynesiano de posguerra. La respuesta en la mayoría de los países fue una mezcla de políticas que hoy llamamos neoliberales, para las cuales se acuñó el concepto de “Consenso de Washington”: desregulación financiera, reducción de impuestos, disminución del Estado y privatización de servicios públicos (es decir, el programa económico de Feinzaig y su partido). A nivel global las caras más visibles de esta transformación fueron Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
¿Por qué rehusar la etiqueta de neoliberal y cuestionar la existencia misma del neoliberalismo, como hacen Feinzaig y Montaner? Mi hipótesis es que el liberalismo “clásico” goza de mejor fama que su pariente más joven: se lo asocia con la Ilustración y las revoluciones del siglo XVIII, y en Costa Rica con la “generación del Olimpo” que impulsó la educación pública y la separación entre Iglesia y Estado. Además, hablar de liberalismo en vez de neoliberalismo permite postular la ficción de que el ideario liberal consiste en ideas “eternas”, o al menos las mismas que hace 250 o 300 años.
En cambio, reconocer la existencia del neoliberalismo como fenómeno histórico, con su fecha de nacimiento y sus características particulares, supondría admitir que se trata de la respuesta política de un sector económico (el capital transnacional) a una crisis determinada, y que por lo tanto privilegia a este sector en detrimento de los demás. Resulta más cómodo ignorar el keynesianismo exitoso de la posguerra que muestra que el Estado puede participar positivamente de la economía, y abominar de toda regulación estatal como si fuera cosa del mismo diablo. Resulta más fácil disimular ese origen tan reciente bajo un barniz dieciochesco, como hace Feinzaig al exaltar a los “padres fundadores” de Estados Unidos. Sobre todo porque, en su versión latinoamericana, los pioneros del neoliberalismo no fueron gobiernos democráticos, precisamente, sino dictadores militares como Augusto Pinochet en Chile y Jorge Videla en Argentina. No digo que el neoliberalismo sea necesariamente antidemocrático (eso sería un debate más largo); nada más que sus credenciales democráticas no son intachables.
Como en toda transformación económica, con el neoliberalismo hubo ganadores y perdedores, tanto a nivel de países como de sectores económicos. Un análisis más profundo debería detenerse en los diferentes efectos que tuvo esta transformación a lo largo del mundo, pero en Occidente la tendencia general fue que esa mayor liberalización económica tuviera por consecuencia un aumento en los niveles de desigualdad y concentración económica (con la inestabilidad social que implica). Estas tendencias, que tuvieron su primera explosión en la crisis de 2008, constituían problemas graves antes de la pandemia; ahora, es probable que se agraven. Resolverlos requerirá ideas innovadoras, no las del consenso de Washington que predica Feinzaig, cuya fecha de expiración ya pasó.
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