El mito de la excepcionalidad costarricense, combinado con la renuncia a asumir responsabilidades individuales y colectivas, el desprecio por la ciencia y la arrogancia compartida, tiene hoy a Costa Rica en la fase de apertura y completamente a la deriva.
Costa Rica suma ya más de 50.000 casos confirmados por COVID-19, hay más de 500 personas hospitalizadas y las Unidades de Cuidados Intensivos están al borde de su capacidad máxima. Ninguno de estos hechos, ni las advertencias de la OMS sobre los peligros de las aperturas tempranas en países en los que la curva de contagios crece aceleradamente, ni la mirada comparada sobre lo que están haciendo otros países, precisamente para evitar un desastre mayor, ha tenido ninguna repercusión sobre las decisiones que se toman en materia de apertura.
Si la evolución de nuestros casos activos, el agotamiento de la capacidad de nuestros hospitales para atender a pacientes en condición crítica y las constantes denuncias recibidas por oficiales de la Fuerza Pública sobre eventos con aglomeraciones no son suficientes para dar cuenta de cuál será el resultado final de esta ecuación, entonces, ¿qué más se necesita?
No tuvimos el liderazgo ni la voluntad política para llegar a consensos en los primeros meses de la pandemia con el fin de financiar un distanciamiento social que —como oportunamente lo ha señalado la investigadora Juliana Martínez Franzoni— tomara en cuenta que este es uno de los países más desiguales del mundo, que muchas personas se debatían entre el riesgo de morir por COVID o morir de hambre y que por lo tanto se requerían instrumentos de política pública que le asegurara a las familias un ingreso básico para poder permanecer en casa.
Dejamos pasar la oportunidad de aplanar la curva en un momento en el que los hospitales todavía contaban con capacidades para asumir los casos y después, cuando todo comenzaba a complicarse, vino la danza y el martillo. En el planteamiento inicial, se aseguró que, ante el incremento masivo de casos, se procedería con el cierre, pero hoy, cuando registramos el pico más alto de casos, paradójicamente inicia la fase de mayor apertura.
El desgaste de la imagen del Gobierno se ha generado, entre otros factores, por la ausencia de una estrategia de comunicación que trasmita con claridad cuáles son los criterios que fundamentan cada decisión y que segmente los mensajes para impactar distintas audiencias generando algún mínimo de confianza entre los distintos sectores de la población. Y ese desgaste le está pasando la factura. A este punto desconfían tanto los que subestiman la gravedad de la situación como los que denuncian que, de continuar la trayectoria, las pérdidas humanas y económicas serán masivas.
Queremos seguir disfrutando mañana de un sistema de salud universal que pueda responder a crisis como estas, al tiempo que sometemos a la Caja una presión económica sin precedentes, en un contexto en el que se registra una caída masiva en la cotización y con una situación fiscal que promete complicarse. Nos molesta que nos pongan restricciones, queremos desafiar la autoridad, pero el día de mañana saldremos a denunciar que nuestros familiares no fueron atendidos oportunamente y entonces sí, cuando la institución esté colapsada, financieramente atada y la satisfacción ciudadana con la atención brindada se desplome, vendrán las reformas que minen el espíritu universal y solidario que nos permitió mantener hasta ahora nuestra tan apreciada excepcionalidad.
En este punto, ni el optimismo excesivo, ni nuestra confianza atrevida de esperar, como siempre, a ver qué ocurre en los tiempos extra, podrán protegernos de las pérdidas que estamos a punto de experimentar colectivamente. Únicamente decisiones excepcionales, para circunstancias excepcionales, podrían enrumbar el barco que, hasta ahora, se encuentra a la deriva.
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