En “El malestar en la cultura”, Sigmund Freud hace una curiosa analogía entre la psique humana y el acervo arquitectónico de las ciudades. El creador del psicoanálisis subraya que así como en nuestra psique los recuerdos del pasado se confunden con los afectos y pulsiones del presente, en las ciudades los restos del pasado conviven e interactúan con la urbe de hoy, y así como nuestros recuerdos del pasado nunca son “olvidados” por completo, cada vez que excavamos en las ciudades el pasado emerge y sale de nuevo a la luz.

Años después de la finalización de la Guerra del 48 y de la fundación de la Segunda República se erige en San José una estatua en un espacio urbano simbólicamente muy significativo: frente a la avenida que conduce al corazón de la capital y al lado del edificio principal del aeropuerto internacional. Esto significa que todos los visitantes del exterior que llegaban por aire a Costa Rica forzosamente tenían que verla.

Pero tal vez lo más curioso sea que la estatua no representaba a algún fundador del Estado costarricense o a algún prócer de la Campaña del 56, ni siquiera a alguna figura del recientemente vencedor Ejército de Liberación Nacional. La estatua representaba a León Cortés Castro, un ex-presidente que pertenecía a un partido que prácticamente había dejado de existir y que era más recordado por su poco disimulada simpatía por Hitler y Mussolini que por su legado.

Décadas después, el homenajeado había pasado al olvido y el lugar se había convertido en una especie de playground para los niños que visitaban la Sabana. Es solo cuando aparece una iniciativa de un grupo de personas para derribar la estatua que muchos se acuerdan del susodicho y se genera una discusión maniquea entre defensores y detractores del monumento.

Aplicando la analogía freudiana a la discusión sobre el destino de la estatua de León Cortés, podríamos interpretar al monumento en cuestión como un resabio poco agradable de nuestro pasado que nos recuerda que nuestra historia nunca ha sido ni tan idílica ni tan tolerante como muchas veces quisiéramos creer. Y precisamente por eso es tan absurdo pretender destruirlo por completo como pretender conservarlo exactamente igual, como si la sociedad costarricense de hoy fuera la misma que la de la segunda mitad del siglo XX.

En lugar de destruirlo, ¿no podríamos resignificarlo? Considerando que han pasado más de setenta años desde la finalización de nuestro último conflicto civil armado, ¿por qué no convertirlo en un espacio dedicado al recuerdo de las víctimas de ambos bandos de la Guerra del 48? Además de recuperar un espacio público tan cargado simbólicamente, en tiempos de crisis y de creciente polarización como los que vivimos, sería una clara advertencia para las generaciones presentes y futuras de que la violencia y el odio fratricida también han sido parte de nuestra historia.

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