En 1917 apareció por primera vez la palabra “jaywalking” en el diccionario de Oxford, como el delito de cruzar una calle de manera imprudente. El término fue acuñado por la industria automotriz de principios de siglo para culpabilizar a los peatones, habitantes naturales del espacio público, de los accidentes que producían los conductores en los nuevos automóviles.

En 1947 la General Motors, y sus asociados, Firestone tires, Esso Petroleum y Mack Trucks, fueron encontrados culpables de conspirar a través de una compañía fantasma llamada “National City Lines” en contra del transporte público en Estados Unidos, en un esquema de sabotaje que terminó destruyendo las líneas de tranvías en las ciudades más importantes y sustituyéndolas por buses y eventualmente automóviles.

Durante más de un siglo la industria automotriz se ha dedicado a un solo objetivo: construir la idea de que “el carro es sinónimo de independencia y progreso”, y esta sigue dominando al imaginario colectivo global y especialmente en Latinoamérica.

Esta idea de que el automóvil es el mejor medio de transporte para un territorio, y que por lo tanto toda la infraestructura debe estar construida en función de sus dimensiones y recorridos es conocida como carrocentrismo, y está detrás de la lógica de los Estados cuando han decidido ignorar que no todas las personas tienen el privilegio de poder comprar un automóvil, y que al construir las ciudades en torno a ese medio particular se pone en desventaja a toda la población con menos recursos (la inequidad materializada en el espacio construido).

No es casualidad entonces que encontremos que el diseño y la planificación urbana latinoamericana (con algunas excepciones maravillosas) hayan tomado al automóvil como la escala de diseño para sus ciudades. Los sistemas económicos del mundo giran en torno al combustible para impulsarlo y las economías de muchos países dependen del mercado de importación de automóviles.

En Costa Rica esta idea ha permeado ampliamente nuestra cultura, tanto a nivel institucional como social. Ya en 1949 la Junta Fundadora de la Segunda República acogía la declaración estadounidense de los tranvías como obsoletos, y en 1951 se cerraba la última línea de nuestro tranvía eléctrico. Casualmente el hijo de quien clausurara el tranvía en 1951 cerró el Instituto Costarricense de Ferrocarriles (Incofer) en 1995, curiosa tendencia verdiblanca contra el transporte colectivo.

Basta con decir que, a pesar de que el país vive una polarización política bastante acentuada, existe un consenso generalizado: el desarrollo de infraestructura ha sido uno de los puntos altos de la administración Alvarado Quesada.

Esto se da a pesar de que, en su enorme mayoría, estos proyectos han consistido únicamente en puentes, carreteras o túneles para el uso de automóviles y está ampliamente demostrado que construir más carreteras genera un efecto de demanda inducida, un aumento de la flota vehicular que, en el mediano y largo plazo, produce mayor tránsito y congestionamiento.

A esto se le suman todas las externalidades negativas que estos traen: contaminación, aumento de enfermedades cardiovasculares, aumento de muertes en carretera, por mencionar algunas. En resumen: perdemos US$2.527 millones (3.8% del PIB) anualmente en costos por salud, por el pésimo sistema de infraestructura dedicado a los automóviles.

Se vuelve particularmente preocupante encontrar en las últimas semanas una discusión en torno al proyecto del tren eléctrico que lo posiciona (falazmente) como antagonista de la CCSS. Resulta además sumamente sospechoso que, aunque todas las obras de infraestructura se han financiado por medio de préstamos, nadie ha mencionado durante los últimos dos años a la CCSS y sus finanzas.

Una vez más nos encontramos ante un esquema de sabotaje de sistemas de transporte público liderado por voces que, a falta de argumentos técnicos, se han limitado a poner el proyecto a competir contra la deuda histórica del Estado a la CCSS.

Un tren eléctrico podría, entre otras cosas, generar más de 2400 empleos, reactivar centros urbanos en torno a las estaciones, replantear nuestro caótico sistema de transporte público de autobuses en torno al eje primario del tren, disminuir tiempos de transporte para miles de usuarios, reducir la huella de carbono de nuestra flota vehicular, rehabilitar todas las sendas peatonales entre estaciones de trenes y paradas de buses, devolviéndole la caminabilidad en los espacios públicos de al menos 15 cantones sin expropiar ni un solo terreno en 84 km de vía; el arco norte de circunvalación debió hacer al menos 285 procesos de expropiación para su construcción de aproximadamente 5 kilómetros, pero nadie se opuso a ese préstamo de $170 millones del BCIE, y ni remotamente mencionaron la deuda con la CCSS.

Construir infraestructura de transporte no es una decisión barata, pero que en este país —profundamente carrocentrista— los proyectos de infraestructura solamente son “inoportunos” si son para mejorar el transporte público y colectivo debe llamarnos la atención sobre los verdaderos intereses detrás de las preocupaciones de algunas personas por la CCSS.

Cuando fui invitado a colaborar en la redacción del proyecto de ley de movilidad y seguridad ciclística (junto a mis compañeros de tesis de la Universidad de Costa Rica) propuse cobrar un impuesto nuevo a la importación de automóviles para financiar la infraestructura de ciclovías en el país. Rápidamente una asesora legislativa me dijo que, si nosotros con ese proyecto de ley nos enfrentábamos a la industria de importación de automóviles, la ley nunca iba a ver la luz del día. Ese día me llevé una lección importante sobre cómo los intereses privados moldean nuestras políticas públicas, y que desde hace 100 años continúan haciéndolo.

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