Escribo estas líneas con motivo del descargo publicado el domingo pasado por el directo de este medio, titulado Who watches the watchmen. No me interesa detenerme en la imagen amañada con la que alguien quiso dañar la credibilidad de Delfino.cr; su falsedad es demasiado evidente y no amerita mayor comentario. Es lamentable que un medio tan valioso y que tanto ha aportado al debate nacional sea objeto de una farsa tan burda. A la hora de defenderse de ese ataque, sin embargo, Diego Delfino realizó una serie de apreciaciones políticas que me llamaron enormemente la atención, y con las que quisiera disentir.
Voy a centrarme en dos afirmaciones: la primera, que habría que “cerrar el PAC”; la segunda, que si Eli Feinzaig hubiese triunfado en las elecciones de 2018 habría sido posible “poner fin a la fiesta” en la administración pública. Para Diego, los escándalos del PAC (la estafa al TSE y el cementazo) justifican su desaparición, porque “la correcta administración de los recursos públicos” es el tema más importante de la agenda nacional. No es mi intención discutir el aspecto partidario de la cuestión, aunque no voy a ocultar que disiento profundamente con Eli Feinzaig a nivel ideológico y que no quisiera que reemplace a Carlos Alvarado, por más errores que haya cometido su administración. Lo que me interesa es una cuestión más de fondo: la visión política que aparece implícita.
A juzgar por la cantidad de atención que recibe en los medios, uno podría suponer que no hay nada más grave que la corrupción pública. Se habla más de cualquier escándalo del gobierno (este o los anteriores), que de la calidad de la educación del país, el problema del desempleo o el transporte público, temas que probablemente sean más centrales para la vida cotidiana de los costarricenses. Parece casi un ritual: se derraman ríos de tinta, el partido responsable suele quedar en el ridículo tratando de excusar lo inexcusable mientras los demás señalan lo con el dedo en una pose de superioridad moral insoportable; luego, otro partido será el señalado, y así sigue la ronda.
Antes de que me acusen de un exceso de cinismo, me parece indispensable que la prensa y el Poder Judicial investiguen, denuncien y condenen cualquier acto de corrupción, tanto pública como privada. Eso no se discute. Tampoco creo que todos los gobiernos sean iguales; sin duda, algunos están más podridos que otros. Lo que rechazo es hacer de este tema el criterio único de la discusión pública. La idea de que eliminar la corrupción bastaría para acceder al desarrollo y ser un país de primer mundo es una muletilla de políticos y periodistas y, aunque resulte atractiva para muchos, es falsa: la corrupción existe en países de primer mundo, sin que eso les impida ser sociedades más prósperas. La verdadera diferencia entre Costa Rica (o cualquier país latinoamericano) e Irlanda o Taiwán no pasa por la mayor o menor corrupción de sus gobiernos, sino por una estructura económica más sólida y una mejor inserción en el mercado mundial.
El discurso anticorrupción es una demanda permanente de parte de la ciudadanía y suele ser una bandera de todo partido nuevo, de cualquier insurgencia política, sea del signo que sea. Lo han hecho suyo figuras tan disímiles como el Pepe Mujica y Jair Bolsonaro e incluso Donald Trump, cuya corrupción es tan flagrante que le daría vergüenza a cualquier dictador, prometió en campaña que iba a “drenar el pantano” de Washington D.C. Pero aun cuando no se trate de una figura tan grotesca, no basta que un “outsider” llegue al poder para “ponerle fin a la fiesta”.
El caso de Abel Pacheco es un buen ejemplo: a riesgo de quedar yo mismo como un ingenuo, realmente no creo que Pacheco haya llegado al gobierno con la más mínima intención de robar, y el hecho de que prácticamente desapareciera de la esfera pública tras dejar el poder muestra una ambición bastante menor a la del político promedio. Pese a eso, su gobierno tuvo, como la mayoría, una serie de escándalos, porque no bastan las buenas intenciones de una figura o incluso un gabinete para acabar con la corrupción. La verdad es que, dada la estructura del Estado y la naturaleza del capitalismo, así como la condición humana, la corrupción es, a largo plazo, algo que resulta posible combatir, pero no erradicar, como los parásitos que afectan una y otra vez los cultivos de los agricultores.
Pretender cerrar el PAC por sus falencias éticas, como si los demás partidos carecieran de cuestionamientos, implica desconocer qué es y para qué sirve un partido político. El PAC vino a encarnar, sobre todo a partir de la elección de 2006, una opción de centro o centro izquierda frente a un PLN que, con Óscar Arias, terminó de convertirse en el partido dominante de derecha. De este modo, pasó a representar a una parte importante de la población, que de otro modo hubiese quedado ideológicamente huérfana; si el PAC no hubiese existido, hubiese sido necesario inventarlo. Y aunque sus medidas de gobierno no han sido siempre coherentes con ello, su posición en el espectro político sigue siendo la misma: de los partidos que tienen representación en la Asamblea Legislativa, solamente el Frente Amplio está más a la izquierda.
Un partido no se reduce a su fundador y a una de sus banderas (sobre todo una tan genérica como la lucha anticorrupción); se trata, aun en tiempos en que el concepto de democracia representativa está en crisis, de una máquina de representar y un instrumento para ejercer el poder. “Cerrar el PAC” mutilaría la representación política de muchos ciudadanos y tendría como resultado un ecosistema político más inclinado a la derecha. Si el PAC ha de perecer, será por falta de votos, como perecen los partidos políticos. Claro que ni siquiera esto garantizaría “la correcta administración de los recursos públicos”. Muchos pensaron o dijeron en su momento que con sacar al PLUSC del poder se acabaría la corrupción; que no haya sido así debiera dejar en claro que la cosa no es tan sencilla.
A Diego lo impresionan positivamente las críticas y los cuestionamientos de Eli Feinzaig a los episodios de corrupción del anterior gobierno y cree que sería un mejor presidente. Criticar desde el llano, cuando no se está en el poder, no es particularmente difícil: fue, precisamente, lo que hizo Ottón Solís durante años. Pero un partido que crezca lo suficiente como para llegar al gobierno no puede garantizar que todos sus integrantes sean moralmente irreprochables, ni que lo sigan siendo una vez en el poder, donde las tentaciones y las presiones son innumerables. Poner a Feinzaig en Zapote en lugar de Alvarado tendría más impacto en la política económica (en una dirección decididamente neoliberal), que en la calidad de la administración pública, cuya compleja estructura le da cierta independencia de lo que el Ejecutivo quiera hacer con ella.
No me interesa acusar a Diego de ser un neoliberal camuflado (ni me interesa usar el término como un ad hominem); repito que no es mi intención criticar una posición política concreta sino una forma de analizar la realidad nacional. Al contraponer a Feinzaig y al PAC, o a cualesquiera dos agrupaciones o figuras políticas, no está en juego solamente la “honestidad” de cada cual, sino qué ideología representan y para qué van a tratar de usar o no usar el Estado. Hacer de la corrupción EL tema por excelencia oculta cuestiones que a menudo tienen más impacto sobre la población que los escándalos más sonados. Es importante conocer la posición de un candidato y su partido frente a la corrupción. Pero no es menos importante saber si van a querer privatizar el ICE, o a flexibilizar normativas ambientales, o a descuidar los derechos de las mujeres, entre tantas otras cosas.
El mayor escándalo que provocó Barack Obama mientras estuvo en la Casa Blanca fue por usar un traje marrón, pero eso es apenas uno de los motivos por los que resulta preferible su gobierno al de Trump (está el tema de los niños en las jaulas, por ejemplo). Aun si todas las acusaciones contra el expresidente Lula da Silva fuesen ciertas y Bolsonaro fuera un personaje impoluto (lo cual es poco probable), es difícil pensar que Brasil no estaría mejor con un líder que se tome en serio la pandemia del coronavirus en lugar de calificarla como una “gripecita”. Hacer de la corrupción pública el eje en torno al cual se ordena la discusión política es dejar de ver el bosque por un árbol, por más que se trate de un árbol de gran importancia.
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