La pandemia por COVID-19 nos ha planteado retos en prácticamente todas las áreas imaginables de nuestras vidas. Una muy relevante, por su influencia y transversalidad en todas las esferas humanas, es la salud mental. Diversos investigadores y expertos internacionales han alzado la voz en esta dirección, y han señalado que el escenario actual acarrea el riesgo de un incremento en el número de intentos y actos consumados de suicidio en la población general.
Al día de hoy, ninguno de nosotros se ha salvado del estrés generado por la crisis económica, el temor a enfermarse o a que un ser querido contraiga el virus. No ha habido persona inmune al dolor de perder un familiar o un conocido, al aislamiento social o afectivo, y al bombardeo de la información que recibimos en redes sociales, en ocasiones carente de filtro. No hay quien se haya escapado de los cambios dietéticos, de la afectación en su actividad física o de las alteraciones en los horarios de sueño, sin contar el incremento en las responsabilidades laborales y domésticas, además de esta nueva presión, desconocida por muchos, para ejercer una docencia improvisada en nuestras propias casas.
La complejidad y el tipo de demandas que cada quien enfrente interactuarán con los propios recursos biológicos, psicológicos y de apoyo social con que la persona cuenta. De forma quizás simplista, se podría decir que los individuos generarán estrategias de adaptación que se expresarán a todo lo largo de un espectro: en un extremo encontraríamos las respuestas más sanas, en donde existe buena introspección, consciencia de los recursos propios y externos, identificación y verbalización de las emociones, capacidad para dejar ir y ejecutar cuando corresponda, aceptación y búsqueda de sentido. Del otro lado estarían las respuestas más inmaduras, donde la persona mantiene una visión en túnel, se le dificulta conectar, identificar y definir sus sentimientos, y está focalizada en la activación fisiológica, y, por lo tanto, en los síntomas físicos, además de otras características. Así, conforme avanzan las cosas, y dependiendo de las circunstancias, todos nos movemos más hacia un lado u otro de este abanico, según vayamos procesando lo ocurrido.
Aquellas personas que, por una historia de vida, o por sus circunstancias actuales, llegaron a este momento con mayor vulnerabilidad, y se encuentran en el extremo menos sano del espectro, estarán en riesgo de expresar diversos síntomas de ansiedad, depresión, estrés postraumático, o abuso de alcohol o uso de drogas ilícitas, entre otros. Previamente, la literatura científica ha vinculado extensamente todas estas manifestaciones desadaptativas con una mayor tendencia al suicidio; por eso, al extrapolar esta información al presente, se concluye que el número de eventos podría aumentar si no se toman las acciones adecuadas.
El suicidio es multifactorial. Su prevención, de igual manera, debe incluir acciones en muy diversas esferas y escenarios. Uno de estos elementos es el papel que juegan los medios de comunicación como factores protectores o precipitantes. En el primer caso, se ha documentado el beneficio de educar a la población general sobre las estrategias de prevención, sobre cuáles son los tratamientos más efectivos, y sobre cómo y dónde se busca ayuda en caso necesario. Se insiste también, de forma reiterada, casi vehemente, en evitar el sensacionalismo, la glamorización o las imágenes o videos de actos suicidas.
En el segundo escenario, existe importante evidencia científica que plantea que la exposición a noticias relacionadas con suicidios consumados podría influir en personas vulnerables, impulsándolas a replicar el acto. Este fenómeno es conocido como el efecto copycat del suicidio, y su riesgo es mayor cuando la noticia se presenta en los titulares, se da acceso a imágenes explícitas, se prioriza su cobertura mediática, se trasmite en horarios de alto rating o se brinda información detallada de las motivaciones y de la ejecución. Congruente con lo anterior, las restricciones en este sentido, han demostrado reducciones en la reproducción de estos actos.
En nuestro país las tasas de suicidio, en especial en adolescentes, ha venido en aumento en los últimos años. Con mayor razón se encienden las alarmas en este momento. Por eso, el panorama actual plantea una particular sensibilidad y cuidado con respecto al trato que cada uno de nosotros le demos a esta información, desde nuestro manejo en redes sociales, pasando por la labor periodística, hasta la posición promotora que esperamos asuma el Ministerio de Salud en este campo en concreto.
Por todo esto es que quiero adelantarme a los hechos. Quiero pensar, como leí por ahí recientemente, que somos conscientes de que, aunque estamos en barcos distintos, nos atropelló la misma tormenta. Y ocupo creer que la solidaridad no se sustenta solo en compartir un sentimiento por quienes peor la están pasando, sino por la ejecución, y también por la omisión de acciones concretas, desde donde sea que nazca nuestra responsabilidad. Así, estaríamos sintonizados antes de replicar información sensible en los chats de amigos, meditaríamos nuestras palabras dos veces si estuviéramos en una sala de redacción trabajando información delicada, y estaríamos todos unidos por una sensibilidad humana y solidaria, en caso de que nos toque ser testigos del dolor ajeno.
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