En noviembre pasado caminé por primera vez en Antártica. Podía sentir la adrenalina recorriendo mi pecho y bombeando mi sangre; había invertido más de año y medio en la preparación y la anticipación era casi inmanejable. Me sentía conmovida por el privilegio de visitar el último lugar verdaderamente salvaje en nuestro planeta, estaba intimidada por su ambiente frío e inhóspito, y quería obligarme a saborear cada segundo.
Al desembarcar caía una densa nieve que hizo que el momento fuera indescriptiblemente mágico, salté al agua y caminé un par de metros hasta la costa empedrada de Yankee Harbour. Me quité el chaleco salvavidas y levanté mi vista. Es imposible comunicar la saturación de información que recibieron mis sentidos: además de cuatro especies distintas de lobos marinos, veinte de aves y dos de ballenas, me vi rodeada de por lo menos cuatro mil parejas de pingüinos. De pronto gran parte de mi atención debía dedicarse a mantener la distancia mínima permitida por las regulaciones de turismo en Antártica, que buscan resguardar la vida salvaje del continente. Fue entonces que una noción se hizo absolutamente clara: hubo un momento en el que el planeta Tierra se veía así. En el que los mares eran así de ricos, en el que los animales eran así de abundantes, en el que la naturaleza era así de prístina. Por supuesto hoy en día ni siquiera Antártica es prístina, es el continente en el que los efectos del cambio climático son más evidentes… pero la idea se sostiene: de pronto me encontré en un lugar donde los humanos no somos los reyes del entorno.
Todo lo bueno debe terminar
Después de tres semanas y trece caminatas en Antártica, completamente incomunicada del mundo exterior y con nada qué hacer más que reflexionar sobre el cambio climático, mis metas personales y el liderazgo que necesitamos para corregir el rumbo de nuestra sociedad, volví a cruzar el Pasaje de Drake y me reintegré en la sociedad, por lo menos tan integrada como puede estar alguien como yo.
Me recibieron varios titulares noticiosos: las protestas en Chile continuaban evidenciando la inequidad en nuestra sociedad y lo desastroso que resulta cuando el desarrollo no está centrado en el bienestar humano sino solo en números. Mismas protestas que provocaron que la COP25 tuviera lugar en Madrid, y para nada. Después de dos semanas de hablada, los países no llegaron a un acuerdo sobre temas acuciantes, incluido un sistema mundial de comercio de carbono y un sistema para canalizar finanzas hacia los países que enfrentan impactos del cambio climático. También me recibió la noticia de que Australia continuaba consumiéndose por incendios forestales sin precedentes que no convencen a su gobierno conservador de que el cambio climático es real. En resumen, que por más que sepamos lo que hay que hacer, la sociedad continúa arrastrando los pies y avanzando con una lentitud enloquecedora, que nos asegura que nos va a llevar la trampa. La adaptación, mitigación y acción ante el cambio climático, los Derechos Humanos, la equidad, la diversidad, la inclusión y el acceso digno a oportunidades, todo eso puede esperar, parece.
Entonces…
Así que, recién llegada del viaje más transformador de mi vida y entrada de lleno en mi crisis de la mediana edad, de cara al año en el que cumpliré cuarenta, me pregunté: ¿Y ahora qué? Debo confesar que mi cinismo va viento en popa y dudo que vayamos a hacer lo que tenemos que hacer. Un informe del PNUMA señaló que el mundo está muy lejos de donde debe estar, y que se necesitarían reducciones anuales del orden del 7,6% desde ahora hasta el 2030 para cumplir con los objetivos del Acuerdo de París. O sea, tenemos más oportunidades de que pase un camello por el ojo de una aguja.
¿Y ahora qué? No tengo hijos, ni quiero. Pero lo que sí tengo es cinco sobrinos maravillosos y el mundo que les espera me llena de angustia. Lo que sigue, en lo que a mí respecta, es vivir la vida de forma consecuente. Y eso es difícil. Queremos que se salve el mundo pero no queremos viajar menos, ni comer menos carne, ni viajar en transporte público, ni preocuparnos por la diversidad en posiciones de liderazgo, ni involucrarnos con nada que nos incomode ni un poquito.
En lo que a mí respecta, voy a incomodarme. Voy a enfocarme en el proceso y a olvidarme del resultado, porque el resultado podría volverme loca. Comeré menos carne, evitaré el plástico, usaré transporte público, trataré de reducir los vuelos que tomo, redoblaré mis esfuerzos de comunicación de ciencia y me involucraré con causas que busquen mejorar el mundo. Lo voy a hacer porque es consecuente con lo que creo, aunque sienta que el esfuerzo bien podría ser en vano.
Estas son otras de las cosas que podemos hacer, perfectamente expresadas por Sandra Guzmán, especialista en política ambiental, en su texto 2020: el año que no podemos fallar,
- Votar e involucrarnos más en la vida política de donde vivamos.
- Consumir de manera consciente.
- Apoyar políticas de gobierno e iniciativas que busquen cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sustentable.
- Educarnos e involucrarnos sobre feminismo, diversidad, inclusión.
Lidiar con el reto que tenemos enfrente es abrumador, por supuesto. Y sentir que nada de lo que hagamos va a arreglar el desastre, podría impulsarnos a darnos por vencidos. Y ese es precisamente el problema: permitimos que la desesperación nos domine y no tomamos acción. El tamaño del desafío no es una razón para no hacer nada. Olvidémonos del resultado final y preocupémonos por lo que podemos hacer, de forma continua y realista. Como dijo Anne-Marie Bonneau: "No necesitamos un puñado de personas que hagan basura-cero a la perfección. Necesitamos que millones de personas lo hagan de manera imperfecta". En el proceso, como mínimo, es un hecho que crearemos una sociedad más justa, más feliz, y más segura para todos los que habitamos este planeta.
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