A inicios del ansiado verano en el trópico, que con frecuencia evoca la necesidad del cambio, una noche o tal vez fue solo en un atardecer, en los pasillos de una de nuestras universidades públicas, se deliberaba con cierta intensidad sobre la pobreza, el asistencialismo y el dinero que el Estado “gasta” en ayudas para la gente. Los puntos de vista eran lo que suelen ser hoy en día; una suerte de polarización a “todo o nada”. Este evento y muchos otros me han llamado a la reflexión en reiteradas ocasiones sobre el siguiente argumento: ¿De dónde surge tanto rechazo a la asistencia social para las personas en pobreza?
Sobre este universo hay miles de explicaciones posibles, pero, quizá sea irrevocable iniciar señalando que, en nuestros días posiblemente uno de los triunfos más significativos de la sociedad neoliberal, no se dio exactamente en las arenas de la producción de bienes o de la competitividad empresarial; si no en hacernos creer que la realización personal y el bienestar se encuentran directamente relacionados con la convicción de ser productivos y en alguna medida autoexplotados; según el filósofo coreano Byung-Chul Han Se vive con la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede”, y si no se triunfa, es culpa suya.
Dicha paradoja impulsada por la sociedad del “hiperconsumo” se manifiesta cotidianamente con ferocidad en la sociedad costarricense; basta con revisar alguna publicación oficial, cuya temática se entienda cercana con las transferencias monetarias para personas en pobreza, o asistencia social de cualquier tipo que sea gestionada por las instituciones del Estado, presenciaremos un sinfín de comentarios, cuya critica principal circula entorno al famoso proverbio chino tropicalizado a nuestra realidad “a los pobres no hay que darles el pescado hay que enseñarles a pescar”.
Conviene en este punto, considerar el trasfondo de dicho refrán a la luz de los planteamientos Han; en una sociedad dominada a ultranza por la lógica del triunfo individual a cualquier costo, una persona o un grupo familiar que reciba transferencias monetarias para gestionar sus necesidades primarias, se convierte en objeto de todo tipo de calificativos que, en el mejor de los casos degradaran su condición de humanidad por considerarse vagos, dependientes o simplemente sin ningún mérito más que esperar “la plata del IMAS”.
En vista de lo anterior, habría que profundizar algunos datos sobre la realidad costarricense, según el INEC (2019) más de 90.000 hogares se encuentran en pobreza extrema; familias que no pueden solucionar sus necesidades básicas alimentarias y que se ven sometidas a privaciones extremas de todo tipo, entre ellas de autonomía y poder para gestionar sus propios asuntos. Por si fuera poco, el 49% de esos hogares son jefeados por mujeres, intensificando así las problemáticas asociadas a la desigualdad de género y por condición socioeconómica. Dicho de otra manera, en este amplio grupo de hogares hay miles de personas que carecen de las condiciones necesarias para actuar de una forma autónoma que les permita aprovechar las oportunidades efectivas que les ofrece el entorno. Esta situación de privaciones extremas, por general se acumulará a lo largo de la vida de las personas que nacen y crecen en dichos hogares y les causará desventajas en todos los ámbitos de su desarrollo; según el PNUD (2019) estas trayectorias de vida absolutamente injustas, tienen poco o nada que ver con el mérito, con el talento y con el esfuerzo individual y más bien constituyen una afrenta para la dignidad humana por tratarse de condiciones que inclusive se anteponen al nacimiento.
El punto de partida para lograr un cambio, es como sociedad plantearnos el reto del reconocimiento del “otro”, el enfoque de derechos humanos nos invita a pensar a las personas en pobreza, en primera instancia, como sujetos de derecho por sobre su posición en la estructura social, la dignidad humana como fundamento de la convivencia democrática.
El otro reto pasa por generar política pública integral “no solo en lo social se juega lo social tampoco la productividad y el cambio estructural se juegan solo en el campo económico”. La nueva generación de políticas para atacar las amplias desigualdades en desarrollo humano de nuestras sociedades, debe vincularse integralmente con la expansión y la distribución del ingreso, así como de las capacidades humanas que potencien la libertad y la ciudadanía. Es por ello que en un primer nivel de atención se ubican las necesidades básicas de todo ser humano; sin avanzar en esa línea cualquier esfuerzo por construir capacidades tiene un alcance en el mejor de los casos: limitado.
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