Sí. Acepto que cuando estaba creciendo, las personas diversas eran vistas como pervertidos. Esa era la palabra que se usaba entonces. Gente desviada, peligrosa, viviendo en los márgenes de la sociedad, en las hendijas de la vida, escondidos, a la sombra. Eran los otros los que conocían gente diversa. Nosotros no. Nunca.
Sí. Acepto que jamás pensé que mi tío abuelo Zacarías, que murió solterón – pero muy noviero, decía mi abuela- podía haber sido gay. Ni siquiera cuando dieron las fotos viejas de la familia y en una de ellas, un señor muy guapo y elegante le dedicaba su retrato a Zacarías, “con todo el amor del que es capaz un hombre”. Tampoco pensé que doña Luisa y doña Trini, las peluqueras del barrio, eran algo más que amigas que vivían juntas, “niñas” eternas que nunca se casaron.
Sí. Acepto que las personas diversas me daban miedo. Que le huía a aquel peluquero amanerado. Vineaba con morbo las conversaciones de adultos de los cuentos de la loca que recibía hombres en su casita de alquiler y se escandalizaba el barrio. Que cuando sin saberlo, conocí a una mujer trans, pregunté si era un hombre o una mujer. Mi otra abuela me explicó que era un “gallo-gallina” y me impresionó tanto, que lo guardé como un secreto.
Sí. Acepto que nunca ni siquiera se me ocurrió que había personas LGBTIQ+ entre mis compañeros de colegio o mis amigos. Que los chistes de playos me parecían muy divertidos y me salían buenísimos. Que nunca me imaginé que ese muchacho no me daba pelota porque no le gustaban las mujeres, siempre pensé que era por mí. Y cuando supe la verdadera razón, me alejé porque otra vez el miedo. O el asco. Y el silencio, el amigo perdido.
Sí. Acepto que fui parte del ejército de dedos que señalaban. De los que evitaba hablarle a los pocos valientes que no ocultaban su orientación. De los que hacía o repetía comentarios, hacía eco de los sobrenombres, los usaba como anécdotas en fiestas o reuniones de amigos.
Sí. Acepto que la primera vez que vi a una persona con VIH, fue en una calle de una gran ciudad. Desnutrido, en el piso, pidiendo limosna, con las marcas del sarcoma de Kaposi por todo el cuerpo y sus ojos desesperados. Para ese momento no sabía cuántos se morían solos, abandonados en un cuarto, rechazados por todos. Pero tampoco me importaba porque era cosa de homosexuales.
Sí. Acepto que no recuerdo cuándo o cómo cambié de opinión. Tal vez fue la educación, por escuchar a la ciencia y no al rumor malintencionado. Tal vez fue experiencia personal, los años. Tal vez cuando la persona diversa fue mi hermana. Cuando fueron mis primos. Cuando fue mi amigo. Cuando fue mi profesor tan querido. Cuando eran ellos los que, obligados por el odio, tenían que disimular, callar, esconder, pasar desapercibidos.
Sí. Acepto que me he alegrado cada vez que, como país, damos un pasito tímido, callado, desde lo administrativo. Cobertura de seguridad social, capacidad para heredar, cantones libres de discriminación, reconocimiento del sexo autopercibido, derecho de visita conyugal del mismo sexo en centros penitenciarios, acceso como pareja a créditos bancarios, reconocimiento de parejas del mismo sexo para recibir beneficios por ejemplo en colegios profesionales, sanciones por discriminación en los centros de trabajo, grupos Pride, desfiles Pride, colectivos, movimientos, banderas multicolores, consultas vinculantes ante organismos internacionales.
Sí. Acepto que pierdo la paciencia con sentencias y amenazas de infierno para las personas o cuando se refieren a ellos como abominaciones. Que ahora los defiendo en voz alta en vez de simplemente dejar pasar las cosas, porque al defenderlos a ellos, me defiendo a mí misma y al país que quiero para mi hijo.
“Sí, acepto” son dos palabras maravillosas para decirlas en voz alta frente a amigos y familia, viendo a los ojos de la persona que uno ama, asumiendo compromisos de vida en un mes de mayo, cuando todo el país reverdece con las primeras lluvias y promete, para todos, por primera vez, que las cosas van a mejorar. Que todos somos iguales. Que todos tendremos derecho a amar.
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