Los mitos son esos cuentos, parte verdad, parte mentira, que cuentan historias más o menos creíbles. No se sabe cómo iniciaron, ni quién los difundió, pero se establecen como instituciones difíciles de desarraigar. Así nació el mito de que las personas afrodescendientes, de origen caribeño, y sobre todo jamaiquino, no podían pasar de Turrialba y “cruzar” hacia el Valle Central.

Nunca existió una legislación que prohibiera tal cosa, pero, y aquí viene parte de la explicación, un 10 de diciembre de 1934 se aprobó la legislación N.º 31 que prohibía a la industria bananera, en su artículo N.º 5, emplear a gente “de color” en sus plantaciones del Pacífico. Dicho de manera diferente: no se permitiría que si el negro “cruzaba” de Limón a Golfito este tuviera trabajo en las plantaciones.

Nunca ha sido el estado costarricense más claramente racista. La legislación fue impulsada por costarricenses, quienes, viendo en la población de origen jamaiquino una clara competencia, decidieron que eran víctimas tanto de la United Fruit Company como de la población afrodescendiente que vivía en el Atlántico desde 1870.  Nada le importó al blanco del Valle Central o al guanacasteco, sentir que esa tierra era solo y toda suya. El racismo era la norma, y el blanco la practicó cuanto pudo. En La Tribuna del 13 de agosto de 1930, página 2, el jefe del censo, José Guerrero, preguntó en una carta pública si se quería que Costa Rica fuera blanca o negra y explicó la urgencia de resolver esta ‘situación’.

Catorce años más tarde, el 10 de diciembre de 1948, se firmó la declaración universal de los derechos humanos. Una declaración que, por su fuerza moral, obligó a los costarricenses a moderar -aunque fuera un poco- sus ansiedades racistas. Una declaración que ha inspirado y abierto el camino para la adopción de más de setenta tratados de derechos humanos, a nivel regional y planetario.

La Declaración se lee a veces como una plegaria, a veces como un deber ser. A mí me recuerda que se estableció después de una guerra mundial con el afán de buscar una mejor vida para todos y todas, sin distinciones de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición (artículo 2). Y no puedo dejar de pensar en que estos dos ‘10 de diciembre’ sean diametralmente opuestos. El primero buscó la polarización, la discriminación y el empobrecimiento de toda una población “de color” al quitarle su trabajo; el segundo, en cambio, defendió su opuesto: una vida de libertad, posibilidades y derechos. La primera legislación restringió precisamente aquello que la segunda ha protegido.

Y llego a lo siguiente en este 10 de diciembre: no hay día en que no piense en la política de este país. Yo, indecisa, no hay día en que no me pregunte por quién voy a votar. Y el norte que tengo es: “por el que proteja mis derechos y los de mis vecinos”. No me sirve como presidente quien reduce los derechos humanos a “trabas”, ni quien los invoca solo cuando le conviene. Si alguien aspira a gobernar y, aun así, concibe los derechos humanos como un obstáculo, marca un camino incompatible con la democracia que hemos construido y que necesitamos en el entendido de que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad. Mi voto, aunque indeciso, sabe bien que los derechos humanos son irrenunciables, inalienables e indivisibles, y a eso me aferro, incluso en medio de la duda.

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