El discurso ha sido, históricamente, una de las armas más eficaces. En la antigua Grecia la palabra se enalteció por encima de la tradición oral, ¿y cómo fue esto posible? Los primeros ciudadanos entendieron que no había voz sin lugar dónde expresarla. Las instituciones se fueron erigiendo en torno a un vacío, el ágora, maravilloso espacio al que se define por medio de lo sólido que le rodea. En la noble plaza nació un sentido de pertenencia. Lo “público” es una consecuencia de la cohabitabilidad en el entorno urbano, de una necesidad de ser escuchado: no hay discurso sin espacio. ¿Cómo se encuentran ahora las herederas de la polis griega, de la civitas romana?
Recordemos un momento la propuesta ganadora de la Asamblea (la verdadera ganadora); era de mi agrado, aunque la mayoría de colegas no compartían mi opinión. Era una extensión rectangular suspendida del suelo que remembraba un puente. La aceptación de la propuesta por parte del público iba mejorando a medida que escuchaban al arquitecto. El discurso que acopló a su propuesta fue crucial para destruir a la competencia, proyectos de preponderancia vertical; un slogan sagaz: “la verticalidad no es democracia”. (Terribles ironías las de la vida).
Pero Patrimonio habló, e ICOMOS gritó. Indignados los portavoces de estas nobles instituciones: “¡Qué barbaridad que una mole se sitúe por encima del gran Sion”, exclamaron, “del castillo Azul; que agresión al patrimonio, a nuestra identidad!”. Y qué escasa identidad, copias de otros países que difícilmente alcanzan el siglo, y cuya principal función tal vez consiste en hacernos recordar que conquistados es lo que siempre hemos sido. En fin, entre los berrinches de los especialistas (de los que me gustaría escuchar sus alaridos cuando arden los ranchos indígenas o termina de caerse Barrio Amón), y a los eternos problemas de presupuesto repentinamente insuficiente, el puente cayó. El arquitecto reanudó su labor, y proyectó la polémica obra que hoy me inspira a escribir. Pero una duda me alarma: ¿Qué pasó con el discurso?
De los restos de un cadáver se intentó justificar un discurso nuevo. Pero aquí conjeturo: la propuesta esta vez antecede al discurso; y la metáfora que debería dar origen a un símbolo aquí ocupa el papel inverso, un frágil adorno. Me permito explicarlo mejor.
El plenario representa las raíces, dicen ahora, ubicado en el fondo, y además recuerda que los diputados están por debajo del pueblo. La función de las raíces en este sentido debería consistir en brindar estabilidad al sistema que sobre estas se yergue, no en marcar una ficticia noción de jerarquía acerca de lo que está por encima y de lo que está debajo ni, peor aún, porque “contará con esferas precolombinas”, como señalan en su video informativo.
La plaza encajonada “representa la democracia y la libertad”, ¡nos dicen! El ágora enmarcada por los muros desde donde, seguros y dichosos, los diputados nos miran tras sus oficinas de cristal. Pero ¿quién escuchará el discurso de un pueblo que solo puede ser visto?
Ahora la mejor parte. Se buscó evocar la transparencia a lo interno, nos dicen, mientras que la parte externa representa “la solidez de los costarricenses con la democracia”. Y yo pregunto: ¿no debería ser al revés? ¿Acaso un sistema no debe ser sólido internamente y a nivel externo reflejar la transparencia?
No podría decir que el diseño que se está levantando me parece estéticamente desagradable, tampoco dudo de su eficacia (energética y funcionalmente). Solamente me parece un poco desafortunado: que haya sido elegido para albergar a una clase trabajadora con cada vez menor credibilidad. Si esta fue la intención secreta del diseñador, que el edificio fuera un reflejo de sus habitantes, entonces la metáfora es perfecta. Pero la metáfora sin el discurso, claro está, porque esta vez ambos no pueden convivir en la misma casa.
Ahora bien, ¿la metáfora es exclusiva de nuestros regentes? Para todos los que aseveran que tal obra es símbolo del descaro, de lo hermético de las prácticas políticas contemporáneas, les tengo una pregunta: ¿Somos muy diferentes a esta obra? ¿Sólo estos funcionarios padecen el pecado evidenciado por su edificio? ¿O realmente representa a nuestra ciudadanía, cada vez más fragmentada, individualizada, hostil hacia las personas que tenemos al lado, obrando especialmente para nuestros propios intereses?
Finalmente, es importante recordar que la arquitectura se vive, no es sólo objeto de contemplación. Vivimos en la era de los sistemas predefinidos, donde se venden los edificios aun antes de construirse, y donde existe una preeminencia del sentido de la vista que instala nuestros prejuicios; pero esta no es la única manera —ni la mejor— de experimentar el espacio. Si bien el nuevo discurso nació muerto, la obra es una realidad, así que habrá que darle a este edificio una última oportunidad.
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