Estamos acostumbrados a pensar que el 71% de la superficie terrestre la componen los mares y océanos; sin embargo, hay que tener en cuenta que según la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Convemar) una parte de ese espacio marítimo está bajo el control de los Estados ribereños; ya sea como mar territorial o como zona económica exclusiva. Por tanto, el mar más allá de la jurisdicción nacional ocupa alrededor de un 43% del planeta y se caracteriza por las libertades de navegación, pesca, tendido de cables y tuberías submarinos y sobrevuelo. Ello permite la exploración y explotación de los recursos vivos y no vivos (minerales y recursos energéticos) de la columna de agua; pero con una débil gobernanza marina y marítima, por ser un espacio libre.

Sin embargo, en ese gran espacio se estima que hay más de dos millones de especies vivas que no han sido identificadas; la alta mar representa el 95 % del espacio vivo del planeta; es un recurso clave para la salud planetaria; 90 % del comercio mundial utiliza rutas marítimas; y 90 % de las reservas de peces están en riesgo de disminución acelerada o extinción. La alta mar es el segundo pulmón del planeta y componente básico para mitigar el cambio climático. De ahí la importancia de establecer una convención para la conservación y uso sostenible de la biodiversidad marina de los mares más allá de la jurisdicción nacional, una nueva Convemar para la mayor superficie de la Tierra.

Por la importancia para la seguridad poshumana y la salud planetaria, en 2004 la Asamblea General de la ONU estableció un comité de trabajo tendiente a convocar lo que sería la IV Conferencia de Derecho del Mar (aunque las actividades preparatorias iniciaron en 1999). Las tres anteriores se celebraron en 1958, 1960 y 1974-1982. La tercera generó lo que se conoce como la “constitución de los mares”, un complejo entramado de principios, normas, derechos y deberes de los Estados y de la humanidad en general.

Los esfuerzos de ese grupo de trabajo se concretaron en setiembre de 2018 cuando se convocó oficialmente a las negociaciones para el tratado internacional sobre biodiversidad en la alta mar (no incluye el suelo y subsuelo, o profundidades abisales, porque esto es patrimonio común de la humanidad). Sin duda será una ardua tarea, pues hay muchos y diversos intereses estatales y no estatales sobre los recursos vivos y no vivos; incluidas empresas farmacéuticas. La meta es que el próximo año se tenga una convención jurídicamente vinculante para la protección de la biodiversidad marina en áreas fuera de la jurisdicción nacional, es decir más allá de las 200 millas marinas de zona económica exclusiva. Sin embargo, en 1974 cuando comenzaron los trabajos de la III Conferencia sobre el Mar se pensó que un año después se podría suscribir un acuerdo, pero se tardó ocho años en lograrlo. Esperemos que esta vez no se necesite tanto tiempo, porque la alta mar requiere una protección urgente y así evitar una mayor degradación. No podemos olvidar que la especie humana se ha caracterizado por ser la principal depredadora de los recursos naturales y su propia casa: la Tierra.

Para Costa Rica la regulación de la alta mar es clave, porque olvidamos que somos un país marítimo. El 94 % de la superficie de Costa Rica es mar; pero le damos la espalda permanentemente y solo se piensa en esas aguas como fuente de recursos alimenticios. Con ello se deja de lado la existencia de grandes recursos minerales que existen en los más de 500 000 kilómetros cuadrados de mar que es parte del territorio costarricense. Por eso es por lo que cuando se habla de política pública sobre el mar el punto medular han sido los recursos ictiológicos y, particularmente, aquellos cercanos a la costa continental o en torno a la isla del Coco. Entonces cabe preguntarse ¿cuál ha sido el papel de Costa Rica en la Conferencia de la ONU sobre Alta Mar? ¿Cuál es la política de la actual administración en esa materia? ¿Cómo concibe el país la gobernanza marina y oceánica en sus zonas jurisdiccionales y más allá de estas?

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