Parafraseando a Marx y Engels bien podemos afirmar que el fantasma que recorre el mundo de hoy es el populismo. Plataformas personalistas de izquierda, de derecha o abiertamente antisistémicas que tienen un mismo objetivo: alcanzar el poder aprovechando el agotamiento institucional generalizado.

No hay un solo país, por ejemplarizante que sea o haya sido su sistema democrático, que esté inmunizado contra el populismo.

Tampoco es un fenómeno que ocurre de la noche a la mañana. Es producto de debilidades estructurales que se arrastran por años, de descontentos populares no resueltos, de dispersiones ideológicas profundas y de falta de conexión empática entre gobernantes y gobernados. Las señales están ahí, incluso más presentes de lo que nos gustaría admitir.

Aparatos burocráticos grandes, onerosos e ineficientes anquilosados por décadas, van minando la institucionalidad democrática de las naciones, al demostrarse cada vez más complejos y poco efectivos.

Un sistema de partidos políticos miope y esclerótico, ajeno a la innovación, la renovación y el contacto permanente con la ciudadanía, que prefiere la apuesta por viejos feudalismos de su estructura interna, con abierto desapego y confusión de sus principios ideológicos y doctrinarios y, con serios cuestionamientos de diversa índole de sus más tradicionales miembros o fundadores.

Falencias estructurales en el sistema educativo y los medios de comunicación, con una clara desafección por la enorme responsabilidad de educar e informar a las generaciones más jóvenes de cara a los nuevos retos que presenta la sociedad.

Una escasa cultura política, que de manera minimalista reduce la democracia al mero ritual electoral como única responsabilidad ciudadana.

Sectores sociales y económicos dirigidos por añejos cacicazgos que se niegan a abrir espacio a nuevas generaciones al encontrarse más preocupados de sus intereses gremiales, que del aporte proactivo al bienestar y el desarrollo nacional.

Debilidades orgánicas en importantes temas país relacionadas con la generación de empleo, seguridad, salud, infraestructura pública, sectores sociales en abandono, lucha contra el cambio climático, derechos humanos, justicia pronta y cumplida entre otros.

Así como también, la postergación absoluta en la toma de decisiones nacionales bajo la excusa del diálogo social, interinstitucional o multisectorial, como salida fácil para evadir responsabilidades políticas o administrativas, mientras se acumulan males sistémicos sin que exista una voluntad real de atenderlos.

Es aquí donde aparecen las plataformas populistas con discursos a la medida que con altas dosis de mesianismo y desprecio por la rigurosidad técnica y jurídica, aprovechan la ventana de oportunidad para capitalizar descontentos ciudadanos con el único interés de tomar el poder.

Estos populistas, en realidad no cuentan con la preparación profesional o la capacidad de atender las demandas ciudadanas, pero son expertos en posicionarse a través de estrategias comunicativas electorales que simulando empatía ciudadana, tocan profundas fibras sensibles de la población, especialmente cuando se valen de las convicciones de fe y la señalización de un “enemigo común” (ya sean las personas extranjeras, las personas sexualmente diversas, las minorías religiosas, etc.) al mejor estilo de los regímenes totalitarios.

Ejemplos de la llegada de estas plataformas populistas, abundan en diversas latitudes, así como de los altos costos sociales que deben asumir las naciones que se han dejado seducir por ellas.

Es hora de asumir responsabilidades con seriedad desde los gobiernos nacionales y locales, los partidos políticos, la academia, los sectores económicos, sociales, culturales y ambientales, para atender de manera integral los grandes retos nacionales y evitar que emergentes actores políticos sin preparación, pero con agendas cargadas de prejuicios y discursos seductores se vayan apoderando de nuestras naciones.

No hacer nada hoy, nos dejará con grandes lamentos, retrocesos y frustraciones muy difíciles de reparar.

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