El día 10 de octubre del presente año, se publicó en este medio un artículo titulado “La crisis fiscal es la mayor evidencia de un modelo de desarrollo fallido”, donde el autor detallaba el fracaso del actual modelo socioeconómico que ha seguido el país durante las últimas décadas. Al respecto, es necesario decir que algo de esto es cierto. El modelo implementado ha sido agotado y ciertamente algunos indicadores que ahí se mencionan lo demuestran. Pero es necesario ponerle nombre y apellido a dicho modelo.

Desde la fundación de la “Segunda República”, se impulsó el modelo del Estado Benefactor, que básicamente le daba un rol protagónico al Estado en diferentes ámbitos como la economía y la política social. Para ello, se crearon múltiples instituciones que le daban al Estado la facilidad de incidir en la economía. La nacionalización bancaria, la creación del Instituto Costarricense de Electricidad y el Instituto Nacional de Seguros, son algunos productos de dicho modelo que perduran hasta hoy como muestra de que el proyecto socialdemócrata sigue presente, aunque bastante desfasado de las necesidades que presenta el país. Ese modelo es el que describe a la perfección el artículo en cuestión.

Al final de la década de los años 70, nuestro país tocó fondo con una crisis económica sin precedentes, la pobreza pasó de 34% al 50% de la población, la inflación barrió con el poder adquisitivo de los costarricenses y el tipo de cambio pasó abruptamente de 8 colones a aproximadamente 60 colones por dólar. el Estado benefactor y asistencialista colapsó. Ante esto, pese a la resistencia del ex presidente Carazo, el país recurrió a los organismos internacionales en busca de financiamiento que le permitiera salir del hueco en el que había caído y, como era de esperarse, vinieron programas de ajuste como condición del FMI. Lo que muchos llaman el inicio de la larga noche neoliberal y que consideran responsable del estancamiento en los índices de pobreza.

Cabe cuestionarse en este punto si las políticas implementadas en la década de los años 80 fueron el inicio de un modelo de desarrollo diferente al Estado benefactor y asistencialista. Principalmente, porque según lo detalla MIDEPLAN, al 2015 el país contaba con 332 instituciones, que según se puede leer en el Programa Visión Costa Rica, de la Academia de Centroamérica, la creación de instituciones tuvo un notable aumento en la década de 1990 y hasta el año 2000, para luego moderarse, pero sin detenerse.

El modelo sigue siendo el mismo, el Estado sigue siendo igual o más grande. Casi 40 años después, nos enfrentamos a una crisis que podría ser muy similar en sus consecuencias a la de los años 80. Una crisis causada por el tamaño y costo del Estado que hoy día tenemos y que para financiarlo recurrimos al endeudamiento, tanto local como en el extranjero. Deuda, dicho sea de paso, cuyo pago consume casi la mitad del presupuesto nacional y no puede ignorarse que su razón de ser es la de financiar al Estado, como ingenua o convenientemente lo han dejado entrever algunos economistas en reciente auge.

Entonces ¿Por qué decir que hubo un cambio de modelo? Esto responde a una creencia urbana de que nuestro país adoptó un modelo económico liberal en las últimas décadas, o como algunos peyorativamente llaman: un modelo “neoliberal”. Aquí es donde tuerce el rabo la chancha. Costa Rica no ha implementado ni por asomo un modelo liberal como tal.

Desde la década de los 90, el país implementó una política comercial de apertura parcial de su mercado. Esto no es lo mismo que abrirse plenamente al libre comercio, como lo hacen países como Singapur, que poseen arancel de 0% a la importación. Lo que tenemos en Costa Rica es un modelo corporativista, muy propio del Estado benefactor, que busca brindar soluciones sectoriales a una larga lista de grupos de presión, cada uno con su lista del niño Dios. Esto se traduce, a fin de cuentas, en odiosas protecciones a diferentes sectores productivos que limitan la competencia y eficiencia que se le brinda al consumidor, formando así monopolios y oligopolios en casi todos los sectores que componen la canasta básica, energía, transporte de personas y construcción. Como lo han evidenciado mis amigos Jossué Daniel Peña y Eli Feinzaig en artículos sobre el proteccionismo agrícola y los privilegios de LAICA, que por razones de espacio no abordaré aquí. Cabe destacar, eso sí, que la liberalización de otros sectores antes protegidos trajo consigo una considerable mejora en la vida de las personas, como es el caso de la disminución de aranceles en bienes de primera necesidad, la apertura en telecomunicaciones y seguros.

No está bien endilgarle los males de un modelo agotado a las propuestas de libertad que muchos hemos planteado en el debate nacional, ni está bien satanizarlas. No es correcto afirmar que los políticos nos dejaran a nuestra suerte ante lo que el autor de dicho artículo pinta como el malo y perverso mercado. Al contrario, en nuestro país, el precio del arroz, la gasolina, la electricidad, el agua y otros bienes y servicios nos lo impone el Estado. Sigue siendo este, hasta el día de hoy, quien dicta inclusive cuál debe ser nuestro comportamiento moral, resistiéndose a la laicidad del mismo. Nuestro sistema de salud sigue secuestrado por un grupo de funcionarios públicos, dirigidos por sus sindicatos, la huelga que recién se depuso dejó en evidencia la fragilidad a la que nos somete la dependencia estatal. Ni que hablar de los 90 mil millones de colones (y contando) que nos cuesta la huelga de los docentes. Y, es oportuno mencionar, que pasamos de darle el equivalente a un 4% del PIB a la educación en 1994, a darle 8% actualmente, sin los resultados que semejante inversión debería darnos. Dicho lo anterior ¿Son estos ejemplos propios de políticas privatizadoras y reduccionistas del Estado? No lo parece.

Está bien señalar responsables de esta crisis, advertir de las consecuencias y denunciar el estancamiento social, pero pongámosle nombre y apellido al hijo predilecto de nuestra socialdemocracia, el cual sigue llamándose Estado benefactor y asistencialista. Un modelo que contribuyó a crear un país más próspero, pero que no supimos darle el relevo necesario en el momento oportuno.

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