La frase viene de Carlos Alberto Montaner en su libro “No Perdamos también el siglo XXI” refiriéndose al progreso de la humanidad como motor de desarrollo social. Y es que hoy más que nunca, con la sombra que asecha en nuestro país los derechos de las mujeres, sus palabras son de suma relevancia. Son muchos los grupos en la actualidad que se esmeran inalcanzablemente por negar verdades que están –si me permito hacer una afirmación osada— escritas en piedra.
No lo digo yo, no lo dicen los partidos de izquierda o los “progres”, no lo dicen las mujeres, lo dice la historia, su historia. El ser humano, por excelencia, es una especie impulsada por el desarrollo y la innovación, y así lo ha demostrado nuestra trayectoria; exponencialmente me atrevo a decir; en los últimos 500 años. Progresar se ha convertido en el principal objetivo de nuestra convivencia y toda lucha social que ha tenido como fin una sociedad más justa, tarde o temprano, ha visto la luz.
Sin embargo, parece ser que en las últimas décadas nos enfocamos en el progreso industrial y dejamos de lado el progreso social. Creímos que “desarrollo” era lo mismo que “progreso” pero olvidamos un gran factor en el verdadero progreso integral, la innovación. Nos desarrollamos como Estado de Derecho —en su mayoría a punta de prueba y error— y hemos tenido momentos en la historia donde hemos dado un paso firme y valiente en la innovación social, sin embargo, nos estamos quedando cortos.
Flaco favor le estaríamos haciendo al legado de nuestro país, al no reconocer la visión de Don Jesús Jiménez Zamora en 1869, de Doña Carmen Lyra en la época de los Tinoco o de Don José Figueres Ferrer en el 48, por mencionar algunos. Pero ¿qué paso? Por mucho tiempo hemos sido un faro democrático para Latinoamérica, sentando precedentes en las luchas sociales que han tenido siempre como fin una sociedad más inclusiva y respetuosa del Estado de Derecho.
Es por eso que es tan difícil entender (o no) porque existe tanta gente que aun insiste en seguir viviendo bajo modelos de convivencia obsoletos, cuyo único fin es satisfacer los caprichos de un grupo de personas que se niegan a reconocer y ceder en sus privilegios, aun cuando estos truncan los derechos de otros y buscan desacreditar las verdades que antes mencionaba.
Verdades que aún no son verdades —paradójico desde de donde se lo lea— no porque no sean correctas si no porque existen grupos de presión que insisten todavía en desacreditarlas e invalidarlas, y son justamente (¿o injustamente?) estos grupos los que tienen la palabra final. Claro que son verdades que duelen, en especial porque nos tocan nuestras más profundas fibras, nos obligan a salir de nuestra zona de confort y vernos largo y tendido al espejo para corregir actitudes que están muchas veces arraigadas a nosotros gracias a nuestro entorno social y cultural. Esta en nosotros como individuos buscar dejar esos paradigmas atrás y empezar a funcionar como una sociedad que reconoce los derechos de las mujeres de manera absoluta e imparcial, para así poder exigirle a nuestros gobernantes que hagan lo mismo.
Y la verdad es que, en pleno siglo 21, no podemos pretender que los hombres legislen a la libre, sobre asuntos de mujeres. No porque no tengamos las cualidades necesarias para legislar, sino porque no tenemos las cualidades para entender, objetiva y plenamente, las luchas de las mujeres. Claro está que debemos ser siempre sus aliados, pero debemos procurar siempre hacerlo desde un lugar de empatía y reconocimiento de la diversidad que nos aboga, lo cual llama a una legislación diversificada, y nunca desde una posición de superioridad, moral o intelectual. Porque no es suficiente si hay paridad en el congreso o el gobierno, pero se silencia y violenta las voces de las mujeres en ellos.
Circunstancias como estas llaman a una legislatura a la altura de los tiempos. No obstante, si queremos de nuevo convertirnos en un faro de la lucha por los derechos humanos, necesitamos hacer cambios profundos en el planteamiento que tiene realmente la igualdad de género en nuestro Estado de Derecho y la aplicación e impacto de este en nuestra sociedad. Sin embargo, no podemos pretender hacer esto si no buscamos innovar en lo social nuevamente. No suena tan descabellado entonces pensar en un Estado que se autoproclame feminista, y con eso adopte todas las doctrinas de la teoría feminista.
Entiéndase como feminismo la lucha por que los sistemas de género-sexo históricamente establecidos dejen de ser una amenaza a la integridad de las mujeres, permitiendo así una igualdad plena de derechos entre hombres y mujeres. Esto además pretende a través de un correcto diagnóstico, la creación de políticas públicas que sean imparciales, paritarias, justas y equitativas. Esto con el fin de tener un estado que: vele por la seguridad física, mental y emocional de las mujeres, asegure la igualdad de género en el ámbito político, laboral, escolar familiar y en cualquiera en el que las mujeres busquen desarrollarse y por último un estado que no le ponga trabas a las mujeres empoderadas que buscan, y ya son, líderes en diferentes sectores. Y no solo debemos procurar cambiar el modelo actual si no que tenemos que asegurarnos que esto no se repita, introduciendo reformas necesarias a la educación para que esta vele siempre porque la sociedad del futuro sea una que vele por la igualdad y la equidad en todos sus aspectos.
Debemos recordar también que, han sido justamente las luchas feministas las que han alcanzado grandes logros como lo han sido el derecho al voto, derecho a la educación, derecho a la propiedad, entre muchos tantos más. El feminismo ha estado siempre, y sigue estando al día de hoy, al frente del batallón que lucha por los derechos humanos.
Sin embargo, resulta difícil pensar en un Estado que se pueda denominar feminista mientras se niega a crear una separación clara entre sí mismo y la institución que muchas veces ha sido la promotora del modelo machista. Y es que ya lo dijo Montaner, no se trata nada de esto sobre imponer ningún modo de comportamiento, todo lo contrario, se busca más libertad para más personas. Se trata simplemente de reconocer que, la lucha en contra del progreso es nada menos que inservible y una pérdida de tiempo.
¿Porque entonces no damos un paso adelante en la historia de la lucha por los derechos humanos y nos convertimos en el primer país en reconocer el feminismo como pilar fundamental del estado de derecho?
Y que el Articulo 1 de nuestra constitución algún día lea:
“Costa Rica es una Republica democrática, libre, independiente y feminista.”
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