En Costa Rica hemos avanzado mucho en el discurso jurídico, pero no tanto en la vida real de las familias. Nuestras leyes hablan de derechos, filiación y responsabilidad parental, pero cuando se observa lo que ocurre en la práctica, la distancia es evidente: miles de madres siguen criando prácticamente solas. El Estado insiste en el pago de la pensión, pero la presencia, el afecto y el acompañamiento diario siguen siendo opcionales.
Aunque en nuestro ordenamiento no existe un principio de corresponsabilidad parental expresamente regulado, la jurisprudencia ha empezado a utilizarlo de manera interpretativa, especialmente en resoluciones de custodia compartida. Es un avance tímido, pero significativo: empieza a reconocerse que la crianza no puede recaer únicamente en una persona. Y si hablamos de coparentalidad (una noción más robusta, que supone la participación activa, equitativa y cotidiana de ambos progenitores), el término ni siquiera existe en nuestra normativa. Pero debería. Costa Rica necesita comenzar a discutirlo e incorporarlo, porque refleja una realidad que el sistema jurídico aún no consigue abordar plenamente.
Lo cierto es que la mayoría de decisiones en materia de familia giran alrededor de pensiones alimentarias y tiempos de visita. Se regula el dinero, se ordenan horarios, se definen traslados; pero se evade el corazón del problema: la participación afectiva, educativa y constante de ambos padres en la vida de sus hijos.
El derecho de las personas menores de edad a mantener una relación significativa con ambos progenitores está reconocido en instrumentos internacionales y en la interpretación nacional del interés superior del menor. Ese principio (que debería orientar toda decisión judicial) implica mucho más que garantizar la subsistencia económica. Incluye el desarrollo emocional, social y afectivo del niño o la niña. Proteger ese derecho no es un favor para uno u otro adulto, sino un deber del Estado.
El problema se vuelve aún más evidente cuando los padres nunca convivieron o jamás consolidaron una relación. Nuestro sistema parte de una presunción poco realista: que ambos progenitores desean involucrarse activamente en la crianza. La práctica desmiente esa idea todos los días. El compromiso paterno, en una cantidad considerable de casos, es débil o inexistente. Y la madre termina asumiendo sola la logística emocional, escolar, médica y cotidiana.
Aunque la ley establece la responsabilidad parental para ambos, en la práctica el único deber exigible de forma efectiva es el pago de la pensión. Todo lo demás (el acompañamiento escolar, la presencia afectiva, las decisiones importantes, la constancia) queda librado a la voluntad del padre. Y esa voluntad, como bien saben quienes trabajan en estas materias, es demasiado frágil o simplemente nunca aparece.
Esto no es un accidente. Es el resultado de una estructura jurídica que, pese a sus avances formales, sigue operando desde un mismo estereotipo: la madre como cuidadora natural y el padre como figura accesoria. Mientras la maternidad se percibe como una obligación ineludible, la paternidad continúa tratándose como opcional. Por eso la discusión sobre corresponsabilidad o coparentalidad no es meramente académica: es una necesidad urgente.
El efecto real es fácil de identificar: la paternidad optativa se normaliza. Un padre puede desvincularse emocionalmente durante meses o años sin enfrentar consecuencias jurídicas reales. Y lo más llamativo es que, cuando las madres expresan frustración o limitan el contacto por la falta de compromiso, el sistema suele señalarlas por “obstrucción”, aun cuando esa relación nunca existió o nunca fue significativa.
La ausencia de mecanismos que fomenten y exijan una paternidad activa perpetúa una desigualdad estructural. Si realmente queremos centrar el sistema en la persona menor de edad (y no en las conveniencias o conflictos de los adultos), necesitamos un cambio profundo. Un modelo interdisciplinario, con psicología, trabajo social y derecho trabajando de forma articulada, podría evaluar la verdadera disposición del padre a asumir su rol, identificar factores de riesgo y diseñar planes de vinculación o revinculación afectiva. Y si esa vinculación no es posible, al menos el Estado habría agotado los esfuerzos para salvaguardar el derecho del menor.
Incluso deberíamos empezar a discutir algo que otros países ya han avanzado: la posibilidad de una acción civil por daño afectivo en casos de abandono emocional cuando existe filiación reconocida. Porque la ausencia también hiere. Y una justicia moderna, centrada en la niñez, debe reconocerlo.
En este escenario, el PANI y los tribunales de familia tienen un rol determinante. Es hora de dejar atrás la presunción histórica de que la madre es la figura natural del apego y empezar a medir la participación parental con criterios de equidad. Redistribuir tiempos de convivencia no basta si las cargas diarias del cuidado siguen recayendo en la misma persona.
La corresponsabilidad y la coparentalidad deben dejar de ser conceptos decorativos y convertirse en parte del debate jurídico costarricense. Se medirán por su eficacia cuando logremos que la paternidad deje de ser opcional y pase a entenderse como un compromiso real, emocional y cotidiano.
Mientras tanto, hay una frase que sigue resonando con fuerza en Costa Rica: “Los hijos son de las madres.”
No porque la ley así lo dicte, sino porque la realidad todavía no termina de cambiar.
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