La campaña electoral de 2026 inicia oficialmente, aunque en realidad lleva meses respirando en redes, titulares y conversaciones. El país entra en una nueva contienda, pero con un ánimo colectivo distinto. No estamos frente a una elección más: estamos frente a una ciudadanía cansada, emocionalmente saturada y desconfiada. Y esa es la combinación perfecta para que la ira se convierta, otra vez, en la protagonista equivocada.

Una reciente encuesta de la ONU y ULACIT reveló que el 85% de las personas tiene una alta disposición a votar el próximo año (66 % “sí con seguridad” y 19% “probablemente sí”). La cifra podría leerse como un signo de esperanza. Pero ese dato convive con otro, mucho más inquietante: según el CIEP-UCR, aunque el 81% de los ciudadanos dice que acudirá a votar, un 57% aún no sabe por quién. Otro estudio de la misma universidad ubica al 34% de los electores en un estado total de indecisión.

Dicho de otra forma: queremos participar, pero no sabemos en quién creer. Y esa es la grieta emocional por la que suelen colarse los discursos más agresivos.

La política de la furia

En los últimos años, la conversación pública costarricense se ha ido contaminando de una retórica que transforma la molestia en estrategia. Lo que empezó como indignación legítima, terminó convertido en un modelo de comunicación: gritar más fuerte, polarizar mejor.

Las redes sociales hicieron el resto. Los algoritmos premian la confrontación; el enojo genera clics, y los clics se traducen en atención. Pero la democracia no puede sostenerse con atención vacía. El problema no es que haya diferencias; es que el ruido nos impide escucharlas con sentido.

Una generación que observa

Las elecciones de 2026 tendrán un componente generacional determinante. Millennials y Generación Z representarán casi el 60 % del padrón electoral, según estimaciones del Tribunal Supremo de Elecciones. Sin embargo, todavía hay más de 36.500 jóvenes que cumplirán 18 años antes de febrero y no han solicitado su cédula para poder votar.

En las elecciones de 2022, solo el 53,8 % de los menores de 30 años votó, frente a un 64 % entre los adultos de 40 a 60 años. Si esta tendencia se repite, buena parte del relevo generacional se quedará observando la política desde afuera, mientras unos pocos los más ruidosos definen el rumbo del país.

Y eso también tiene relación con el tono de la campaña. Los jóvenes desconfían del grito, pero conectan con la autenticidad. Si los candidatos siguen apostando a la furia digital, se desconectarán justamente del grupo que más necesitan reconquistar.

Entre la indecisión y la polarización

Los datos actuales dibujan un mapa complejo: Laura Fernández encabeza la intención de voto con 27,6 %, seguida por Álvaro Ramos (8,4 %) y Natalia Díaz (7,2 %), según la última encuesta de OPOL. Aun así, el mayor bloque político del país es el de los indecisos. Ninguna candidatura domina el escenario, y esa fragilidad puede derivar en dos caminos: o en un debate maduro, o en una guerra de ataques.

En un ambiente así, avivar la ira es la salida más fácil. Funciona en el corto plazo, pero envenena el proceso. Lo que debería ser un diálogo sobre el país se transforma en una competencia de descalificaciones. Y cuando todo suena igual de agresivo, nadie escucha nada.

El costo del enojo

Costa Rica ya conoce las consecuencias de la desafección: en 2022 el abstencionismo alcanzó 40,65 % en la primera ronda y 43,24 % en la segunda. En las municipales de 2024, el promedio nacional fue aún más alto: 67 %. Son cifras que deberían preocupar más que cualquier encuesta de intención de voto. Detrás de cada porcentaje hay personas que se desconectaron porque sintieron que la política dejó de hablarles.

Si en 2026 el tono vuelve a ser de confrontación, el abstencionismo podría superar sus récords, y el país quedaría gobernado por una minoría motivada más por la rabia que por la convicción.

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