Costa Rica ha construido su imagen internacional bajo la promesa de la sostenibilidad. Sin embargo, detrás del discurso verde persisten las mismas dinámicas extractivas que transforman los territorios y desplazan a las comunidades locales de sus bienes comunes y espacios de uso cotidiano.

Desde que el turismo fue promovido por el Estado como principal fuente de divisas, esta actividad ha generado profundos impactos sobre los recursos naturales y sobre las formas de vida de la población. Diversas instituciones (el ICT, el INVU, el CFIA, la SETENA adscrita al MINAE, el MAG, el SINAC, las universidades públicas y las municipalidades) han contribuido a fortalecer la expansión del turismo en todas sus modalidades, desde el sol y playa hasta el de montaña o interiores.

A nivel internacional, desde antes de 1980, el modelo turístico ya mostraba sus límites. El uso intensivo de los recursos naturales y la concentración del beneficio económico derivaron en la saturación de los destinos costeros, el desplazamiento de comunidades y la pérdida de control sobre los territorios. Estas consecuencias motivaron críticas y resistencias, de las cuales surgieron nuevos discursos: el ecoturismo, el turismo de naturaleza y el turismo alternativo, presentados como versiones postfordistas más responsables del mismo modelo.

Con la expansión del neoliberalismo, el concepto de turismo sostenible se posicionó como la respuesta institucional a esas críticas. No obstante, la sostenibilidad terminó convirtiéndose más en una etiqueta que en una transformación real. La desigualdad, el acaparamiento de tierras y la sobreexplotación ambiental continuaron profundizándose. A inicios de los años 2000, el economista brasileño Stephen Kanitz acuñó el término turistificación para describir justamente ese fenómeno: la conversión de los territorios en mercancías turísticas.

Hablar de turistificación implica reconocer que, cuando un espacio se compra o se concesiona para fines turísticos, lo que se vende no son solo tierras o paisajes, sino también la cultura, la historia y la vida de quienes habitan esos lugares. Todo se reorganiza bajo una lógica que prioriza el valor comercial por encima del valor comunitario o del bien común.

A comienzos del nuevo siglo, el discurso del desarrollo rural intentó reorientar el modelo. Desde organismos como el IICA y el CATIE se promovió la llamada “nueva ruralidad”, que impulsó a los pobladores a crear emprendimientos turísticos y comunitarios. La intención era buena: que las comunidades pasaran de ser objeto a sujeto del desarrollo turístico. Sin embargo, en la práctica muchos abandonaron sus actividades productivas tradicionales (agricultura, ganadería o pesca) para integrarse a proyectos de agroturismo, forestería o venta de artesanías. Lo que parecía una oportunidad terminó reproduciendo la precariedad laboral y ampliando las desigualdades rurales.

Hoy, el concepto de turismo regenerativo ha comenzado a ganar fuerza, presentado como una alternativa a los modelos “fallidos” del turismo sostenible. Promete ir más allá de la simple mitigación de impactos, buscando restaurar los ecosistemas y las relaciones sociales afectadas por la actividad turística. Sin embargo, las lógicas del mercado siguen siendo las mismas: el territorio continúa percibiéndose como un recurso explotable y el turismo como una fuente de rentabilidad antes que como un proceso de convivencia con la naturaleza y las comunidades.

Mientras se siga operando bajo estas reglas, cada nuevo modelo será apenas una actualización de la misma estructura. En nombre de la sostenibilidad, la turistificación se disfraza de regeneración, pero su esencia permanece intacta: la apropiación del territorio para transformarlo en una mercancía intercambiable por dinero.

El desafío, entonces, no consiste en inventar nuevos nombres para el turismo, sino en transformar las relaciones que lo sostienen. Si el turismo regenerativo quiere realmente marcar una diferencia, deberá partir de los territorios y no de los mercados; deberá regenerar vínculos antes que vender experiencias. Solo así podrá dejar de ser la continuación del mismo modelo bajo otro discurso.

En el momento en que este modelo se conciba desde los beneficios colectivos (y no desde la acumulación individual) podrá abrirse un camino distinto. Se trata de reconocer que el turismo no debe reemplazar las actividades tradicionales, sino convivir con ellas como una variabilidad económica que fortalezca la independencia y no la dependencia. Un turismo verdaderamente regenerativo debería incluir a quienes históricamente han quedado al margen de la industria: las personas que venden pipas, pan, empanadas o tanelas en la calle; quienes mantienen viva la cultura cotidiana y sostienen, sin saberlo, la auténtica hospitalidad de los territorios. Solo cuando esas voces y oficios sean parte del modelo, el turismo podrá empezar a regenerar lo que la turistificación ha erosionado.

De lo contrario, el modelo seguirá promoviendo el individualismo y priorizando el crecimiento personal o empresarial por encima del comunitario, incrementando la policrisis mundial y perpetuando así las desigualdades que dice querer resolver.

*Agradezco Oscar Leiva por la revisión del texto.

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