Por décadas, los procesos de urbanización y el turismo han sido motores de transformación territorial. Henri Lefebvre lo advertía hace más de medio siglo al describir la tendencia capitalista de homogeneizar el espacio, hacerlo funcional, medible y rentable. No obstante, el espacio social nunca se somete por completo. En su interior conviven tensiones, conflictos y diferencias que desafían los intentos de homogeneización.

En el turismo, esta tensión se vuelve especialmente visible, sumado además a nuevos dilemas. La industria estandariza, por ejemplo, aeropuertos, carreteras, hoteles y servicios deben cumplir con la promesa global de “calidad”. Pero, al mismo tiempo, aquello que vende es la diferencia, la naturaleza paradisíaca, la cultura local, lo “inexplorado”. El mismo proceso que abre el territorio al visitante también lo transforma, lo traduce, lo hace reconocible y, en cierto modo, lo vacía de su sentido original.

Las nuevas urbanizaciones turísticas y los proyectos inmobiliarios avanzan en la búsqueda del paisaje no turistificado, lo “auténtico”, para incorporarlo a la cadena del deseo global. Pero una vez convertido en producto, ese paisaje pierde su condición. Lo íntimo, lo natural, se vuelve decorativo, y quienes llegan atraídos por la exclusividad se ven perjudicados cuando el destino se masifica y la singularidad resulta cada vez más difícil de hallar.

El filósofo Hartmut Rosa habla de la tensión entre lo “disponible” y lo “indisponible”. El turismo encarna esa contradicción en tanto intenta poner al alcance todo lo que antes era “inaccesible”, (una montaña, una playa aislada, una comunidad remota), pero su atractivo radica precisamente en lo contrario, en lo que aún se resiste a ser conquistado. Lo que explica hoy el movimiento acelerado de la frontera turística en Costa Rica, especialmente en las zonas costeras.

Al final, la naturaleza, los paisajes y hasta las prácticas cotidianas se revalorizan, pero no como bienes comunes, sino como mercancías. En este sentido, una nueva paradoja se evidencia cuando la nueva valoración del espacio implica una invitación, un cambio generalizado de actitud y deseo hacia determinados sitios, pero procura que estos lugares obtengan una menor visitación espontánea, relacionada tradicionalmente con la vecindad y el parentesco, regulando los flujos de visitación a través del cobro, la rentabilidad y restringiendo el acceso a ciertos espacios que deberían ser comunes.

El turismo, y en particular, el modelo residencial, de lujo y la industria inmobiliaria, con su promesa de abrir el mundo, termina cerrando accesos. Y en esos contrapuntos, entre el deseo de descubrir y la necesidad de poseer, se juega buena parte del futuro de nuestros territorios.

*Agradezco a Daniela Vásquez P. la revisión del texto

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