Tengo 23 años y vengo de Guarumal, un pueblito muy alejado de Puriscal donde a veces, cuando llueve, ni siquiera hay camino para salir. Ahora vivo entre dos mundos: mi hogar en las montañas y San Pedro de Montes de Oca, donde me quedo con mis hermanos para estar cerca de los hospitales. Esta doble vida no la elegí, me la impuso un diagnóstico que llegó cuando tenía 22 años: linfoma de Hodgkin con esclerosis nodular.

El diagnóstico que lo cambió todo

El camino hasta el diagnóstico estuvo cargado de incertidumbre. Empecé a sentirme mal a inicios del 2024 y fui empeorando gradualmente, fueron meses de exámenes, de espera, de no tener respuestas claras. Recuerdo que el fin de semana antes del Día del Padre fue cuando finalmente me internaron. A finales de junio del año pasado recibí el diagnóstico oficial: linfoma de Hodgkin con esclerosis nodular.

Curiosamente, cuando me lo dijeron no me sorprendió tanto como esperaba. Para ese momento, después de todas las biopsias y estudios, ya lo sospechaba. El doctor me había explicado que, entre todas las posibilidades de lo que podían estar buscando, el linfoma era la mejor opción. Suena extraño decirlo, pero recuerdo pensar: "Mejor que sea esto. Mejor saberlo que seguir en la incertidumbre".

Mi familia reaccionó de maneras muy diferentes. Mis papás entraron en pánico inmediato. Mis hermanos no podían creerlo. Mis amigos decían "estás demasiado joven". Vi reacciones muy variadas que se basaban más en la experiencia de cada uno con el cáncer. Algunos que habían vivido la enfermedad en la familia me decían: "Todo bien, es cáncer, vas a ir a quimio, todo va a estar bien". Otros se paralizaban pensando en lo peor. Cada quien procesó la noticia desde su propia historia.

Sin embargo, mi vida dio un giro de 360 grados. Antes era esa joven que se comía el mundo. Estudiaba Economía Agrícola y Agronegocios en la UCR, trabajaba medio tiempo como asistente en la universidad y, además, limpiaba casas en tres lugares diferentes. Salía a bailar, iba al gimnasio, corría, vivía al tope, donde hubiera fiesta, ahí estaba, incluso conocí a mi pareja bailando.

Después del diagnóstico todo cambió. Tuve que dejar la universidad presencial, abandonar los trabajos que requerían esfuerzo físico, y empezar a adaptarme a una nueva rutina con tratamientos y citas médicas. Fue un proceso difícil, pasar de ir al gimnasio y comerme el mundo, a necesitar más descanso y cuidados.

Mi cuerpo cambió por el tratamiento, y aunque fue un ajuste emocional fuerte, aprendí a adaptarme. Lo más difícil quizás, ha sido perder mi independencia, cuando amo estar sola y necesito esos espacios de conexión conmigo misma para recuperarme emocionalmente, pero también descubrí que aceptar ayuda no es debilidad, es valentía.

Encontrando mi segunda familia

Conocí a Proyecto Daniel en estos últimos meses. Había visto a los chiquillos en el hospital con cositas de Proyecto, un bultito o un suéter, y había investigado qué era, pero creía que era solo hasta los 18 años. Fue una enfermera quien me dijo: "Pero vos podés, es hasta los 25". Así entré a esta familia que me ha cambiado la vida.

Proyecto Daniel me ha brindado apoyo económico para alimentación, algo fundamental durante el tratamiento. Además, estuvieron muy pendientes cuando necesité ciertos exámenes, listos para apoyarme en lo que fuera necesario. Pero más allá de la ayuda material, me han dado algo que no tiene precio: comprensión real.

Es difícil explicarlo. La gente, aunque te quiera, aunque esté ahí, no siempre entiende. Con la familia, por miedo a que les duela, uno no muestra todos sus sentimientos. Pero en Proyecto Daniel encontré un espacio donde puedo ser completamente honesta sobre el proceso, donde puedo expresar mis frustraciones sin cargar a otros con ese peso, y donde al día siguiente todo va a estar bien de nuevo.

Las actividades me encantan porque me sacan de la rutina y me devuelven un poco de esa Hazel que bailaba y salía. He ido a talleres, a eventos como "Conectando Sonrisas" donde hasta pude bailar de nuevo, y a apoyar a otros chicos. Son experiencias nuevas con personas que viven la misma situación. Y hay mucha empatía, porque compartimos problemas únicos: dejar la universidad, el cansancio, querer salir y no poder siempre, adaptarnos a esta nueva realidad siendo tan jóvenes.

Los chiquillos de Proyecto Daniel son increíbles, con una energía que me levanta. Soy "team viejita en el cáncer" pero nueva en Proyecto, así que los recién llegados me preguntan sobre tratamientos, sobre cómo se siente tal cosa, y yo comparto porque entiendo esa incertidumbre. He pasado de sentirme solitaria a sentirme profundamente acompañada. He encontrado una segunda familia donde la empatía es real y el apoyo es constante.

Cuando supe que Proyecto Daniel tiene 15 años apoyando a jóvenes como yo, sentí una gratitud inmensa y emoción profunda. Y ese deseo de querer devolver, de ayudar en todo lo que pueda. Han creado tantas cosas hermosas y saber que lo han hecho por 15 años con dedicación y amor genuino es inspirador. Cuando hacemos las cosas con amor, siempre salen mejor.

Proyecto Daniel me ha dado un sentido de pertenencia, una familia que entiende, actividades que me devuelven la alegría, y la certeza de que no estoy sola en este camino. Es admiración, respeto, y sobre todo, esperanza.

Un mensaje urgente para los jóvenes

Si hay algo que quiero compartir con los jóvenes es esto: confíen en sus instintos. No podemos normalizar el sentirnos mal constantemente. Es importante ser persistentes con los médicos, insistir cuando sabemos que algo no está bien en nuestro cuerpo. Sean los que preguntan una y otra vez, los que buscan respuestas hasta encontrarlas.

Y algo muy importante: guarden copias de todo. De todos los exámenes, de todas las placas. En mi caso, llevar mis propios registros médicos ayudó muchísimo en el proceso de diagnóstico. Tenía una placa de tórax que mostró algo importante que necesitaba atención. Si tienen dudas, consulten, sean persistentes, porque eso les puede salvar la vida.

La detección temprana es clave. Si algo no se siente normal, especialmente si persiste por semanas o meses, busquen ayuda y no se den por vencidos hasta tener respuestas claras.

Lo que me sostiene y me inspira

Hay días difíciles, es verdad. Días en que el cansancio pesa más que otros. Pero lo que me levanta cada mañana es el amor incondicional que me rodea.

Mis papás, que me enseñaron de valentía con el ejemplo: mi mamá viene a cuidarme la mitad de la semana desde Guarumal y mi papá mueve cielo y tierra por mí. Mis hermanos y mi pareja se levantan a las tres o cuatro de la mañana para hacer fila en el hospital. Yo sé que es un sacrificio, pero lo hacen con amor.

Las enfermeras y los doctores me cuidan con todo el cariño del mundo. Verlos siempre con una sonrisa, con palabras de aliento, con un "venga Hazel, aquí estamos", me da fuerzas. Mi nutricionista me apoya con dedicación increíble, personalizando mi alimentación y preguntando constantemente cómo estoy. Mi psicóloga está siempre presente. En el hospital, en Proyecto Daniel, en cada espacio, vas conociendo personas maravillosas que se vuelven parte de tu red de apoyo. Esa compañía, me inspira a seguir adelante cada día.

Si pusiera una persona por día para recordar por qué sigo adelante, tengo años de vida para levantarme cada mañana con una sonrisa y decir "hoy voy para adelante".

Soy Hazel, tengo 23 años, estudio Economía Agrícola, me encanta bailar y sí, tengo cáncer. Pero también tengo una familia que me sostiene, una pareja que me acompaña, profesionales de salud que me cuidan con dedicación, y una segunda familia en Proyecto Daniel que me da fuerzas todos los días. Y con todo ese amor y apoyo, sigo adelante con esperanza y determinación. Este camino no es fácil, pero no lo camino sola, y eso hace toda la diferencia.

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