El mundo atraviesa un momento crítico para la cooperación y la acción colectiva. Las organizaciones no gubernamentales (ONG), que durante décadas han sido pilares del desarrollo, la innovación social y la atención a comunidades vulnerables, enfrentan hoy su mayor desafío. La reducción drástica de los fondos internacionales, las trabas administrativas y el desgaste de la confianza pública amenazan con frenar una labor que ha transformado la vida de millones de personas.

A lo largo de los últimos 40 años, muchos Estados comprendieron que las ONG no eran un complemento decorativo del Estado, sino una extensión necesaria de la acción pública. Muchos gobiernos promovieron o financiaron organizaciones sociales para atender problemas locales, gestionar servicios públicos de manera más costo-efectiva o llevar soluciones donde las instituciones tradicionales no llegaban. Así nacieron modelos de colaboración que permitieron ampliar la cobertura educativa, mejorar la atención primaria en salud, proteger ecosistemas y dinamizar economías locales.

Hoy, esa capacidad de respuesta está en riesgo. Estados Unidos —el mayor donante global, y de América Latina, cerró su agencia de cooperación internacional (USAID) el pasado mes de Julio, afectando programas de desarrollo en más de 80 países. En Europa, varios gobiernos han recortado entre 23 % y 37 % sus presupuestos de cooperación internacional. En América Latina, además, proliferan medidas que dificultan la labor de las organizaciones: en Perú se exige aprobación estatal previa para ejecutar fondos internacionales; en El Salvador se aplica un impuesto del 30 % a las donaciones; y en Nicaragua, el cierre masivo de ONGs desde 2018 prácticamente ha borrado la sociedad civil independiente.

Pero más allá de las cifras o los obstáculos, lo que está en juego es algo mucho mayor: la capacidad de las sociedades para cuidar de sí mismas. Las ONG cumplen un papel que ninguna otra institución puede reemplazar. Son la red que sostiene a quienes quedan fuera del sistema; la voz que alerta sobre las externalidades negativas producto de las crisis; la plataforma donde ciudadanos, empresas y gobiernos interactúan y cocrean soluciones innovadoras.

Su valor no radica solo en los proyectos que ejecutan, sino la cultura cívica que construyen: una basada en la confianza, la cooperación y la corresponsabilidad. Cuando una ONG fortalece la empleabilidad de los jóvenes, apoya a los emprendedores o impulsa iniciativas para prevenir enfermedades de salud, está generando capital social, construyendo tejido y recordándonos que los problemas colectivos requieren soluciones compartidas.

Por eso, en este contexto se debe valorar cómo potenciarlas, reconociéndolas como aliadas estratégicas del desarrollo sostenible. Costa Rica tiene una oportunidad histórica. Con su sólida tradición democrática, su ciudadanía activa y su ecosistema social dinámico, el país puede reafirmar su liderazgo regional apostando por un modelo donde la sociedad civil sea protagonista del bienestar. Potenciar a las ONG significa garantizar que los espacios de innovación social sigan abiertos; que la gente tenga canales para participar, emprender y aportar; y que las soluciones a los desafíos nacionales surjan de la colaboración multisectorial.

Finalmente, fortalecer el papel de las ONG también requiere modernizar el marco normativo que las regula. Las leyes de Asociaciones y Fundaciones permitieron un crecimiento notable del sector, pero hoy podrían actualizarse para ofrecer mayor transparencia, agilidad administrativa y seguridad jurídica. Reformarla para reconocer y potenciar el valor público que generan, facilitar su sostenibilidad financiera y fomentar alianzas público-privadas sería una inversión estratégica para el bienestar del país.

Las ONG no son un lujo ni un actor accesorio. Son un actor clave para el progreso social: conectan voluntades, amplifican capacidades y sostienen la esperanza de que un mundo más justo, inclusivo y sostenible sigue siendo posible.

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