A mí me alegra profundamente que por fin se pueda hablar abiertamente de la sacrosanta CCSS. Hace apenas cuatro años esto era impensable. En este país, criticar a la Caja era casi un sacrilegio: una institución blindada por décadas, tratada como el “baluarte de la paz social”, aunque ya no cumpla con ese papel.

Pero es hora de decirlo sin rodeos: la Caja Costarricense de Seguro Social, que nació como símbolo de solidaridad, se ha convertido en una de las principales fuentes de injusticia y desigualdad del país.

La CCSS no fue concebida para ser una sucursal del Ministerio de Hacienda ni una estructura clientelista más del aparato estatal. Su diseño original fue el de una operadora de seguros sociales, con autonomía técnica y financiera, administrada con criterios actuariales, no políticos. Su razón de ser era garantizar atención médica y pensiones mediante un sistema sostenible y justo.

Pero ese espíritu original se perdió. A lo largo de los años, la Caja fue capturada por intereses políticos, gremiales y sindicales que la transformaron en un monstruo burocrático imposible de controlar. Se transformó en el peor de los sentidos: Optimus Prime se convirtió en Megatron. La institución que debía protegernos ahora se defiende a sí misma sin límites, incluso a costa de los ciudadanos que la financian.

Despilfarro, privilegios y corrupción cotidiana

La CCSS, al igual que muchos otros entes públicos, se volvió un fin en sí misma. Su prioridad dejó de ser garantizar servicios de calidad para enfocarse en sostener su propia estructura. El despilfarro es la norma: cada año aumentan los presupuestos, los incentivos y los pluses, pero las listas de espera crecen, las cirugías se posponen y los hospitales colapsan.

Los informes internos revelan sobreprecios, desorden en las compras, sistemas que no se comunican entre sí, obras que tardan años en concluirse y una corrupción cotidiana. Está en los nombramientos a dedo, los contratos inflados, los viajes innecesarios, los informes maquillados y en la falta de sanciones. Todo bajo el manto de la llamada “autonomía institucional”, que en la práctica ha servido para blindar la opacidad y evitar responsabilidades.

A esto se suma un sistema de privilegios que raya en el insulto. Mientras miles de adultos mayores luchan por sobrevivir con pensiones raquíticas y los jóvenes viven con la angustia de saber que probablemente no tendrán una, los empleados de la CCSS disfrutan de una pensión de lujo, es decir, una que no se ajusta a los aportes realizados, pues no aportan nada. Con las cuotas que nos cobra a todos, la Caja les regala un 2% de sus salarios.

Y cuando se incapacitan, cobran el 100% del salario. Resultado: se incapacitan siete veces más que el resto de los mortales… y para ellos no hay control, ni castigo, ni vergüenza. Es un sistema que premia la mediocridad, pagando igual –y a veces hasta más– al que estorba que al que busca la excelencia.

Mientras tanto, el ciudadano común sigue pagando religiosamente sus cuotas, recibiendo a cambio un servicio cada vez más precario.

Consecuencias humanas y necesidad de cambio

No se trata solo de números o abusos administrativos. Las consecuencias son reales, humanas y se sienten todos los días. El monopolio estatal de la salud está expulsando a los que más la necesitan. Las personas esperan meses –y hasta años– por una cita con un especialista o una cirugía, y cuando finalmente se les atiende, el daño ya está hecho.

La desigualdad más grosera la padecen los trabajadores independientes. No solo enfrentan trámites y estimaciones arbitrarias de ingresos que la propia CCSS calcula a su conveniencia, sino que además cargan con una cuña más pesada por igual cobertura.

Para aterrizarlo: mientras un asalariado aporta alrededor del 10,67 %, el independiente puede enfrentar cobros de hasta 18,5 % sobre sus ingresos… y encima Hacienda le empieza a cobrar renta desde umbrales más bajos que a un asalariado.

Eso no es solidaridad, es castigo a quien produce por su cuenta, y de paso un incentivo a la informalidad que luego se usa como excusa para subir cuotas a todos.

Por su parte, los médicos que podrían aliviar la crisis se ven forzados a emigrar o a abrir consultorios privados, porque el sistema los estrangula con trámites, cupos cerrados y rigidez laboral. Todo cortesía del CENDEISSS (Centro de Desarrollo Estratégico e Información en Salud y Seguridad Social), que debería planificar la formación de médicos especialistas y se ha convertido en un caso de estudio sobre cómo el Estado se sabotea a sí mismo.

Es juez y parte: decide cuántos se forman, dónde y en qué especialidades. En lugar de responder a las necesidades del país, responde a los intereses internos de la propia Caja. El resultado es una crisis de especialistas que ya bordea lo trágico. No hay suficientes anestesiólogos, ginecólogos, internistas, etc., para cubrir la demanda nacional, pero el CENDEISSS sigue limitando los cupos con criterios burocráticos.

Mientras tanto, los hospitales privados florecen. Pero los mismos que han hundido a la CCSS en el atraso y la corrupción son los primeros en acusar a los centros privados de “lucrar con la salud” o de “socavar la institución”. Como si el verdadero problema fuera el mercado, y no la mediocridad del monopolio.

Los defensores ciegos de la Caja repiten como disco rayado que “sin la CCSS no habría salud para todos”. Pero la verdad incómoda es que sin reformas profundas no habrá salud para nadie.

Y los únicos que se benefician del statu quo son los vividores del sistema: burócratas, sindicalistas y políticos que se alimentan de la inercia. Son ellos quienes evitan cualquier cambio, alegando que “fortalecer la Caja” significa mantenerla tal como está, es decir, fortalecer sus propios privilegios.

Lo más perverso es que se nos ha enseñado a defender la institución antes que exigir los servicios. Se nos repite que la Caja “no se toca”, aunque los pacientes mueran esperando. Se nos exige gratitud por un modelo que ya no cumple su promesa.

Aunque el verdadero patriotismo no es proteger estructuras, sino exigir resultados.

Reformar para rescatar

Reformar la CCSS no significa destruirla, sino rescatarla de quienes la secuestraron. Devolverle su autonomía técnica, revisar sus esquemas de cotización, eliminar privilegios, sancionar abusos y permitir competencia regulada que la obligue a mejorar. El Estado debe garantizar cobertura básica, sí, pero no el monopolio.

La Caja que conocimos nació de un ideal noble. Fue nuestro Optimus Prime, defensor de los débiles y ejemplo de cohesión social. Pero el poder sin control la transformó en Megatron, un gigante que devora recursos y bloquea el cambio.

Si queremos volver a tener una institución digna de confianza, debemos dejar de adorarla como símbolo intocable y empezar a tratarla como lo que es: una entidad pública que debe rendir cuentas.

La salud y las pensiones no son favores; son derechos pagados con el esfuerzo de millones de trabajadores. Y mientras no exijamos servicios reales, la injusticia continuará.

Urge dejar de defender instituciones y empezar, de una vez por todas, a exigir resultados. Solo entonces podremos decir que estamos del lado correcto de la historia.

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