Una reflexión sobre el arte y la ciencia detrás de una tortilla

En las fiestas patronales de Santa Rosa de Pocosol, mientras disfrutaba de un arroz con carne junto a mi padre, alguien paso y puso una tortilla caliente y fresca para acompañar el plato.

Busque con la mirada donde las estaban haciendo. Las llamas amarillas del fogón bailaban calentando el comalón donde cinco tortillas se inflaban. Alcé la mirada hacia ese baile de fuego y masa, y rápido comprendí lo ancestral de la escena que vi.

Pedí permiso para acercarme y, en un tour imprevisto tanto para mi anfitrión como para mí, conocí a Christina, tímida pero dedicada a su tarea de palmear masa. Sus manos se movían sobre la masa y el palmeador con precisión difícil de igualar mientras me hablaba.

Pensé en lo fugaz de la tortilla servida en mi plato, debía consumirse en los próximos cinco minutos. Sin embargo, su historia abarca milenios.

En esa paradoja temporal pienso que reside el arte y la ciencia de uno de los alimentos más humildes y sofisticados que conoce la humanidad.

Christina “echando” tortillas al comal. Agosto, Santa Rosa de Pocosol, Costa Rica

El maíz

A pesar de haberme formado como Ingeniero Agrónomo en el TEC y de mi especialización en Genética, me llevó mucho tiempo comprender las sutilezas del maíz cotidiano.

Como en toda Mesoamérica, en Costa Rica la tortilla nace del maíz de pericarpio duro como piedra que en Estados Unidos llaman “flint corn”.

No es el maíz amarillo del cinturón de maíz estadounidense, diseñado para engordar ganado. Nuestro maíz, con sus granos duros y resistentes, fue seleccionado durante miles de años para resistir a las plagas tropicales y adaptado a las condiciones de alta temperatura, humedad y suelos diversos.

Los agricultores costarricenses aún conservan variedades nativas con sabores distintivos, algunas para la casa, otras para vender. Incluso, algunas como la variedad Sangre de Cristo es usada para “bendecir la cosecha” como me conto Orlando Varela, profesor e investigador de la Universidad Nacional (UNA) a quien conocí recientemente en un día de campo en la Estación Experimental Enrique Jiménez Núñez en Cañas Guanacaste.

La alquimia del cal y las cenizas

En la nixtamalización es donde podemos aprender de la ciencia detrás de la tortilla. Esta palabra náhuatl que combina “nextli” (cenizas) y “tamalli” (masa de maíz) describe un proceso químico que transforma el grano de maíz.

Recuerdo a mi tía abuela que hervía el maíz y extrañamente agregaba un puñado de cal o ceniza de leña. La nixtamalización ocurre cuando los granos de maíz se cocinan en una solución alcalina con pH entre 7 y 14. La cal o ceniza alcaliniza el agua. Este proceso suaviza los granos a través de una química sofisticada que cumple varias funciones:

  • Libera niacina (vitamina B3), previniendo la pelagra
  • Aumenta la disponibilidad de calcio, hierro, cobre y zinc
  • Reduce las micotoxinas peligrosas
  • Modifica las proteínas para hacerlas más digeribles
  • Permite que los almidones se gelaticen. El calor y la alcalinidad modifican la estructura molecular de los almidones haciendolos mas digestibles
  • Separa el pericarpio o cascara del grano de los almidones y nutrientes del maíz. La solucion alcalina hidroliza las grasas del pericarpio suavizandolo y permitiendo su separación fácil del grano.

El líquido resultante contiene las cáscaras disueltas y otros subproductos, por lo que se desecha.

Sin nixtamalización, el maíz molido no forma masa cohesiva. Sin ella, no hay tortilla. Los europeos tardaron siglos en comprender este conocimiento que las culturas mesoamericanas dominaban desde hace 3,500 años.

El arte de palmear

La técnica de palmear la tortilla parece sencilla, pero no lo es. Ese golpeteo rítmico entre las manos esconde años de práctica. El grosor adecuado, la forma redonda, la presión precisa para que, en el comal, la tortilla se infle de aire.

En mi familia política, mi novia, sus hermanas y su madre llevan el arte en las manos. Son orgullosas guardianas de su estilo personalizado. La tortilla no se desprende del palmeador hasta que tiene la forma perfecta. Cada una imprime su sello: la madre echa las tortillas más grandes, la hermana mayor le sigue, pasando por un talle intermedio, y la menor cierra con piezas pequeñas pero impecables.

Me han contado incluso cómo en algunas familias, como los Barrientos de San Carlos, hacen competencias de tortillas. Y también en TikTok me topé con un hombre que, con paciencia, explica el proceso, los ingredientes, las herramientas y algunos secretos del oficio. De él aprendí el término “palmeador”: esas bolsas plásticas recortadas en forma redonda y recicladas que se guardan en el refri, o, en versión más tradicional, hojas de plátano, banano o guineo. También he visto historias de Instagram con la conocida frase “ya me puedo casar” enfocando una tortilla inflada de aire, demostrando una cocción perfecta por parte del autor.

Una tortilla bien palmeada, puesta en un comal ardiente, se transforma en cierto arte. Aquella superficie crujiente por fuera, interior suave y con esa magia de los almidones gelatinizados en su punto que hacen poder separar la tortilla en dos como pan pita.

Cada palmada distribuye la masa, genera la tensión justa en la superficie, y le da a la tortilla esa textura irrepetible que, hasta hoy, ninguna máquina ha conseguido imitar…

La riqueza oculta en la simplicidad

Un fraile español del siglo XVI documentó hasta 14 tipos diferentes de tortillas en los mercados aztecas: unas delgadas como papel, otras gruesas y esponjosas, algunas con frijoles molidos incorporados, otras con chiles y nopales, algunas dulces con miel y hasta algunas tostadas de distintos colores y en forma de triángulos tal como hoy.

Esta diversidad revela que lo que hoy vemos como un alimento “simple” era en realidad el producto de una sofisticación culinaria extraordinaria. Los mexicas habían desarrollado toda una gastronomía basada en variaciones sutiles de masa de maiz, cocción y rellenos.

La fugacidad del presente

El humo aromático de los comales no se desvanece aun de nuestros pueblos gracias a muchas personas que mantienen la tradición viva a pesar del reemplazo de la tortilla casera por tortillas industriales empacadas en plástico. La tortilla de máquina dura días, pero carece del alma de aquella que se inflaba al momento, crujía entre los dientes y se consumía caliente, recién hecha derritiendo la mantequilla que se le ponga encima.

La verdadera tortilla es fugaz, por necesidad debe comerse ahí mismo para ser perfecta. Y es frugal por su simplicidad. Los ingredientes son solo un puñado de maíz, cal, agua y fuego. Eso basta para crear un alimento que sostuvo imperios.

Aprendizaje, remedio contra la pérdida

No me gustaría perder esta conexión milenaria con el conocimiento de nuestros antepasados, una forma de entender la nutrición, la agricultura y la relación entre el humano y el maíz.

¡Por eso aprendí a hacer tortillas!

No es tan fácil, pero con los años lo he ido perfeccionando. También he adquirido una pintura por el artista Jimmy Nienhuis Florez quien inmortalizó el arte de palmear tortillas en su pintura “La tortillera”

La tortilla artesanal no es nostalgia romántica, para mí la tortilla es tecnología alimentaria desarrollada durante milenios. Es sofisticada y apenas comenzamos a comprender sus beneficios nutricionales y procesos químicos.

Ni hablar del proceso de domesticación del teosinte y mejoramiento hasta obtener el maíz que hoy conocemos.

Tortillas recién hechas y listas para ser servidas. Agosto, Cocina de la Iglesia Católica de  Santa Rosa de Pocosol, Costa Rica

La fugacidad de la tortilla, su necesidad de ser consumida al momento, no es una limitación sino una enseñanza. Me recuerdan que los mejores tesoros de la vida no se conservan empacados, se viven, se comparten, se transmiten de mano en mano, de generación en generación.

Y su frugalidad nos recuerda que la verdadera riqueza no está en los ingredientes costosos sino en el conocimiento profundo para transformar lo simple en extraordinario.

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