El mes de octubre marca el inicio formal del proceso electoral que nos llevará a las urnas en febrero y probablemente hasta abril de 2026. Muchos ciudadanos, cansados de la política, dirán que este tema no les interesa. Sin embargo, la indiferencia es peligrosa: las decisiones que se tomen afectarán a todos, para bien o para mal. No votar significa dejar que otros decidan por usted, y en esta coyuntura nos enfrentamos a lo que podrían ser las elecciones más importantes de nuestras vidas.
La reciente votación legislativa que decidió mantener la inmunidad del presidente no resolvió su culpabilidad o inocencia, pero sí dejó huella en la historia. Fue la primera vez que la Asamblea tomó una decisión de este tipo y el resultado demarca el panorama electoral. Días antes, el presidente lució preocupado, e incluso trascendió que su equipo presionó testigos y diputados para torcer la balanza. Algunos legisladores cedieron, defendiendo su voto con argumentos débiles y mal cálculo político. Paradójicamente, quienes habían sido insultados como “idiotas” o “malnacidos” se convirtieron en su salvavidas. Quedó en evidencia que, pese a criticar a la Asamblea, el mandatario sí puede construir músculo político cuando le interesa por lo que su excusa de que no lo dejan gobernar deja de tener validez. También se vio la fragilidad de liderazgos como el de Juan Carlos Hidalgo en el PUSC: cinco de sus nueve diputados respaldaron al oficialismo, confirmando la ruptura interna del partido y evidenciando que no son una opción seria como oposición al chavismo.
La votación mostró, además, un fallo en el sistema: aunque los magistrados ya habían determinado que no se trataba de persecución política, la decisión final de la Asamblea fue política, no jurídica. Fue, en palabras simples, un desgaste inútil. El presidente, por su parte, se defendió con la narrativa de que todo era un “show político”, sin responder al fondo de las acusaciones. Esta estrategia es típica de líderes populistas, según han documentado autores como Ernesto Laclau y Steven Levitsky: presentarse como víctima de una conspiración, reforzar la narrativa pueblo vs. élites, desacreditar instituciones y cohesionar a sus seguidores al propio que desvía la atención del fondo para sembrar en su lugar la idea de que defenderlo a él es igual a defender al pueblo.
La votación a su vez dejó claro que las elecciones se moverán hacia dos polos opuestos: quienes defienden la continuidad del chavismo y quienes se le oponen. El oficialismo ha mostrado con descaro su objetivo: perpetuarse en el poder. Para ello buscan mayoría parlamentaria, reformar leyes que permitan la reelección presidencial y controlar instituciones como el Ministerio Público y la Corte. En la práctica esto se traduce en una concentración de poder al estilo de Nayib Bukele en El Salvador o Hugo Chávez en Venezuela, o sea, sin rumbo democrático alguno. Pilar Cisneros lo dijo sin rodeos en palabras casi textuales a como lo dijo Chávez en sus inicios: su meta es la “dictadura del soberano”. La consecuencia sería devastadora: pérdida de pesos y contrapesos, corrupción generalizada, contratación pública a discreción, impunidad y persecución a opositores. Basta con revisar las listas de candidatos oficialistas: varios buscan un asiento legislativo para blindarse con inmunidad ante acusaciones graves. Incluso se ha planteado que el propio presidente ocupe un cargo ministerial para extender su protección.
Salvo que uno pertenezca a grandes grupos empresariales, la mayoría del país no ha visto mejoras bajo esta administración. Por el contrario, casi todos los problemas se han agravado. En educación, Costa Rica obtuvo su peor resultado histórico en las pruebas PISA: 391 en matemáticas y 415 en lectura. Adolescentes de 15 años muestran comprensión de tercer grado de primaria. Además, la inversión educativa alcanzó mínimos históricos. En desigualdad, el coeficiente de Gini llegó a 0,495 en 2023, uno de los más altos de América Latina. La pobreza alcanzó al 23% de los hogares, con un 6,3% en pobreza extrema. En empleo, aunque bajó el desempleo abierto, se redujo la fuerza laboral. Menos garantías, menos seguridad social, más desesperanza. En agricultura, la “ruta del arroz” fracasó: se perdieron más de 30.000 hectáreas, arrastrando a pequeños productores a la quiebra.
En seguridad, los resultados son dramáticos. El presidente, máximo responsable de dictar lineamientos estratégicos, se limitó a frases cínicas: que los muertos empezaran a contarse tras su primer año, o que la población honesta no debía preocuparse porque los delincuentes se mataban entre sí. La realidad es que hoy el país tiene cifras récord de homicidios: 17,2 por cada 100.000 habitantes en 2023. El aumento de muertes colaterales —mujeres y niños incluidos— evidencia que nadie está a salvo. La única “estabilidad” ha sido macroeconómica, fruto de la reforma tributaria del gobierno anterior y de drásticos recortes a la inversión social. Una estabilidad aparente que, en realidad, ha generado más pobreza y desigualdad.
Muchos chavistas idealizan a Bukele como modelo. Pero el salvadoreño instauró un régimen de excepción indefinido que hoy cumple tres años. Bajo el estado de excepción permanente, no solo encarceló a pandilleros, sino también a miles de inocentes: personas con tatuajes, críticos del gobierno, simples sospechosos. Se les negó el debido proceso. El temor a hablar en contra del gobierno distorsiona las encuestas de aprobación. Y mientras tanto, la desigualdad crece. La pobreza extrema en El Salvador es de 10% y la total ronda el 30%. Quienes emigraron por miedo a las maras no regresan porque ahora temen al Estado. Costa Rica aún no está en esa situación, pero los pasos iniciales son similares: concentración de poder, desprecio por los contrapesos, persecución a la prensa crítica y polarización social.
La democracia costarricense no es perfecta. Está llena de fallas y frustraciones acumuladas, pero ha sido ejemplo mundial de libertades y derechos humanos. Destruirla sería un suicidio colectivo. Si nuestra casa se llena de goteras y se rompen vidrios no se derriba, toca subirse las mangas y ponerse a repararla entre todos. La historia enseña que las dictaduras siempre terminan mal. Y hoy no se imponen con golpes de Estado, sino con votos. Perder la democracia es fácil; recuperarla suele costar generaciones y sangre. La apatía y el abstencionismo son el oxígeno del autoritarismo. Quien no vota favorece al opresor. En estas elecciones no solo elegiremos un gobierno, sino el país en el que vivirán nuestros hijos: democracia o dictadura, libertad o miedo.
Estamos en un punto de quiebre histórico. No se trata de ideologías pasajeras, sino de definir si Costa Rica seguirá siendo una democracia con defectos (pero perfectible) o si abrirá la puerta al autoritarismo. Cada ciudadano debe comprender que la indiferencia equivale a complicidad. El voto es la herramienta que tenemos para defender lo que generaciones anteriores construyeron. No se trata de rescatar partidos tradicionales ni de defender élites, sino de salvar la democracia misma. En febrero, cada papeleta será más que un voto: será una declaración sobre el futuro del país. Usted decide de qué lado de la historia quiere estar.
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