El embajador Jamieson Greer es el representante comercial de los Estados Unidos. El pasado viernes 8 de agosto publicó en el New York Times el artículo “Why We Remade the Global Order” (Por qué reconstruimos el orden global).

En esa publicación el representante comercial de los Estados Unidos señala (traducción propia):

La semana pasada, en su resort de Turnberry, en la costa escocesa, el presidente Trump y la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, concluyeron un acuerdo histórico , uno que es justo, equilibrado y orientado a servir a intereses nacionales concretos en lugar de vagas aspiraciones de instituciones multilaterales. De hecho, al utilizar una combinación de aranceles y acuerdos para el acceso al mercado extranjero y la inversión, Estados Unidos ha sentado las bases para un nuevo orden comercial global.”

No cabe discusión de que con su poderío económico las decisiones del gobierno del presidente Trump han establecido una nueva realidad para las transacciones comerciales internacionales.

Tampoco es discutible que con ese nuevo orden comercial se busca satisfacer los intereses de los Estados Unidos.

Lo que si me atrevo a señalar es que no se puede concluir que ese nuevo orden sea beneficioso para los Estados Unidos en el largo plazo y si se puede indicar que es perjudicial para la economía mundial, y no solo para “vagas aspiraciones de instituciones multilaterales”.

Los Estados Unidos son un actor determinante en la economía mundial. Y es preciso agradecer su liderazgo para establecer el orden de comercio internacional que surge después de II Guerra Mundial y que permitió una expansión sin precedentes del comercio internacional, incluso superando a la primera ola de globalización que se dio entre 1870 y la I Guerra Mundial.

Por su preponderancia económica Estados Unidos ejerce un poder monopolístico en los mercados que, de conformidad con la teoría económica, le permite imponer la llamada tarifa óptima: un arancel a la importación de bienes que aumenta su bienestar en la medida en que no genere represalias de otras naciones. Esto se da porque al disminuir Estados Unidos su demanda en los mercados internacionales, eso baja los precios internacionales de lo que Estados Unidos compra en relación con lo que vende, mejorando sus términos de intercambio. Los consumidores estadounidenses pagan mayores precios, pero en principio el gobierno los puede más que compensar al repartirles parte de los ingresos recolectados gracias a los aranceles. Claro, que lo haga es otra cosa. Claro también, que es una ganancia a costa del costo para otras naciones y para la economía mundial.

Hasta ahora —dada la respuesta de la mayoría de los países a los aranceles impuestos por el gobierno del presidente Trump— Estados Unidos parece estar saliendo beneficiado por el cambio que ha impuesto al orden económico internacional. Es decir, parece haber logrado evitar represalias del resto del mundo, excepto China y posiblemente Canadá y Brasil que aún no han establecido aranceles retaliativos.

Según el conocimiento económico el arancel óptimo puede ser diferenciado para las distintas naciones según la inelasticidad de la oferta de cada país. Pero no es así como se han establecido los diferentes aranceles aplicados a cada país.

Nada justifica pretender que el balance comercial con cada país sea equilibrado.

Esta fijación de aranceles desconoce las importancias ganancias que obtienen los Estados Unidos por la exportación de servicios y de royalties, franquicias y otras modalidades de explotar la propiedad intelectual, por la pérdida de prestigio, atractivo y reputación que esa actitud genere y su impacto en la demanda por marcas, películas, turismo y academia de ese país. También desconocen las ventajas que le acarrea ser una nación con muy bajo riesgo país lo que atrae inversión financiera del resto del mundo ansioso de invertir en sus bonos del tesoro y usar su moneda, lo que se ha llamado el “exorbitante privilegio”. Perder esos flujos significaría un aumento en la tasa de interés que afectaría el consumo (bienestar presente) o la inversión (bienestar futuro) y muy posiblemente ambos.

El embajador Greer manifiesta que en su país la manufactura tiene ventajas económicas y estratégicas que han perdido a raíz de la desindustrialización que se le atribuye al comercio internacional. Si esas ventajas son rentas o desarrollo de conocimientos cuyo valor no se manifiestan en el sistema de precios la respuesta adecuada no serían aranceles, si no que habría sido un subsidio a la producción de manufacturas para aumentar su producción local, y un impuesto a las exportaciones de esos bienes para que el aumento de su oferta en los mercados internacionales no baje los precios a las exportaciones de Estados Unidos.

También manifiesta el representante de comercio estadounidense que los aranceles impuestos por su país (volviendo a los niveles promedio de 1934) son la respuesta a diversas restricciones a las exportaciones de Estados Unidos que imponen otras naciones, lo que evidentemente es cierto.

Pero esa no es la respuesta más ventajosa para su país como me he permitido indicar, y si es una respuesta muy perjudicial para el comercio mundial y para el resto del mundo.

Esos aranceles afectan directamente a las naciones exportadoras a los Estados Unidos y por afectar la eficiencia en la producción y en el consumo disminuyen la producción y el bienestar mundiales.

Además, al debilitar y potencialmente destruir el sistema de comercio internacional sujeto a normas iguales y prestablecidas para todos los actores que por décadas se viene construyendo, hace que se pierda una de las mayores ventajas de este proceso de globalización que veníamos viviendo: la posibilidad de resolver pacíficamente las controversias.

Estados Unidos, desde el gobierno del presidente Obama en 2011, empezó a objetar el nombramiento de jueces al órgano de apelación de resolución de controversias de la OMC y desde el primer gobierno de Donald Trump, a partir de 2017, bloqueó sistemáticamente todos los nombramientos y renovaciones de los jueces del Órgano de Apelación. El 10 de diciembre de 2019, el número de jueces cayó por debajo del mínimo necesario (tres) para poder funcionar, y el órgano quedó inoperante.

En vez de haber seguido ese curso el gobierno de Estados Unidos pudo haber fortalecido la OMC y haber utilizado su poderío de hegemón obligando por medio de los instrumentos de la organización internacional a la remoción de barreras a sus exportaciones.

No me cabe duda. La modificación al comercio internacional que el embajador Greer denomina Ronda Trump dentro del sistema Turnberry que sustituye a Bretton Woods puede ser beneficiosa a corto plazo para Estados Unidos, pero difícilmente lo sea a mediano y largo plazo, y es muy perjudicial para los otros países y para el mundo.

Lo que es peor, en mi criterio, es que ese sistema de Turnberry —así denominado por el representante de comercio estadounidense en honor a un hotel en Escocia del presidente Trump— es parte de un movimiento para volver a relaciones internacionales dominadas por el poder nacional de cada país. Es el sistema que imperó hasta el final de la II Guerra Mundial. Es renunciar al derecho y a la institucionalidad internacionales para promover la paz, buscar la solución pacífica de controversias, proteger los derechos humanos, la dignidad y la libertad de las personas y la cooperación en lugar de la confrontación entre las naciones.

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