Hay renuncias que son gestos de dignidad. Y hay permanencias que son síntomas de egolatría. En este caso, lo segundo nos tiene atrapados.

El país no está gobernado: está manipulado. Y no por un maquiavélico estadista, sino por un personaje que ha reducido el arte de gobernar a una miserable estrategia de supervivencia digital. Las conferencias de prensa son espectáculos, las decisiones públicas son actos performáticos, y la gestión política se ha convertido en una sucesión de provocaciones pensadas para alimentar el algoritmo. No gobiernagenera contenido. No resuelvepublica. No convoca al diálogobloquea.

Aquí nadie habla de errores técnicos —todos los gobiernos los tienen. Lo que nos convoca es el desprecio sistemático hacia las instituciones, el vaciamiento del lenguaje político, y una constante instrumentalización del odio como mecanismo de legitimación. El adversario no es el desempleo, ni el hambre, ni la violencia. El enemigo es cualquiera que piense distinto: docentes, periodistas, sindicatos, rectores, jueces, artistas, estudiantes, víctimas de la criminalidad, madres y padres de familia, migrantes, trabajadores públicos, incluso sus propios ministros... todo quien se atreva a interpelar la narrativa del “yo contra todos”.

¿Y qué obtiene el país a cambio de tanta bronca? Un Estado cada vez más inmóvil, más erosionado y más fracturado. La maquinaria institucional ya no avanza porque ha sido desmantelada desde adentro: no por reformas, sino por el abandono deliberado, el recorte ciego, la desacreditación de la función pública y el culto patológico al “chavismo”... como si gobernar fuera simplemente destruir lo que existe sin construir nada a cambio.

Es decir, no es solo que el país esté a la deriva: es que se nos convenció de que eso es libertad. Que no haya gestión de proyectos país, que no haya acuerdos de Estado, que no haya construcción institucional es, según esta lógica, sinónimo de “modernidad”. Pero en el fondo, se trata de una rendición. Una rendición cínica y calculada ante el caos. Porque, mientras más caos, más likes…

Y por eso lo escribo: ¡Hubieras renunciado! Hubieras tenido el mínimo gesto ético de admitir que el cargo te quedó grande. Que el país no es más que tu sala de ensayo. Que con cada show, con cada insulto, con cada teoría conspirativa, nos estás robando algo más que tiempo: nos estás robando el futuro.

Ningún presidente —y esto hay que repetirlo hasta el hartazgo— debería estar generando clickbait en lugar de atacar con rigor, profundidad y compromiso los problemas que desangran a su ciudadanía. Esto no es una guerra cultural. No es una serie de televisión. No es una cruzada personal. Es el Estado. Es la República. Y si eso no lo entendés, entonces te equivocaste de puerta.

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